Sé que estoy cometiendo un acto de traición.

Que siga él andando por el mundo, pero que no cuente más conmigo.

Lo abandono.

Y me cuesta.

Claro que me cuesta.

Y me duele.

Por supuesto que me duele.

Porque juntos, él y yo, hemos dado batallas.

Con él he derrotado muchas soledades, muchas tardes de tedio, de vacío.

He logrado trasponer muchos domingos, tan lluviosos, desolados, que parecía que nunca iban a acabar.

Con él, siempre tan cerca, fui a enterrar a mis muertos y él me ayudó a que mi dolor se hiciera un poco menos lágrima, un poco menos grito, un poco más nostalgia, un algo más futuro.

Él me vio crecer.

Y vio también cómo se truncaron mis sueños. Y me ayudó a que nacieran otros, que después se perdieron.

Fue un amigo de juventudes y de cantos. Amigo de quimeras.

De escrituras. De versos nunca dibujados.

De palabras que se hicieron madrugadas.

Y de pecados amarillos, verdes, rojos, como destellos de los atardeceres.

Amigo de certezas pero, sobre todo, compañero en las dudas que se iban abriendo –que se abren– en los cruces de todos los caminos.

Y él allí, conmigo. Sirviéndome de apoyo, de bastón, de cayado.

El silencio, y él.

La soledad, y él.

Por eso el silencio se rasgaba con su voz vehemente, efímera, y la soledad se tornaba compañía.

No me falló, ni nunca pretendió ser lo que no era: tenía un no sé qué de maldito y quizás por eso nuestra amistad resultó tan duradera, tan intensa, tan sin compromisos, sin secretos, sin mentiras.

Sin dobleces ni trucos.

Si a veces nos distanciábamos, reconozco, era por culpa mía. Pero luego lo buscaba.

Y él, generoso, me esperaba y, sin exigirme ninguna explicación, volvía a caminar conmigo por esta ruta incesante que es la vida.

Por esta duda incesante que es la vida.

Y así, hasta que ahora, ya en mis años que se van tornando viejos, sentí miedo.

Miedo de su compañía.

Y por eso decidí continuar solo este último trayecto que me falta.

Perdóname, amigo: te abandono.

Pero no te niego.

Te agradezco. Por haberme dado eso mucho que me has dado.

Ahora comienzo a deambular huérfano de tu calor, amigo. Huérfano de tu fuego.

Ya no veré convertirse en humo mis tristezas ni en humo convertirse mis quimeras.

Ya no te buscaré desesperadamente en mis imposibles duermevelas.
Te dejo ahora, el instante de escribir esa línea.

Te aplasto por última vez, con inmensa ternura, en el cenicero de mis desconsuelos y luego te echo al basural donde yacen los olvidos.

En adelante serás solo en un vocablo: cigarrillo.

Pero ya no tendrás en mí a tu compañero.

Porque he decidido caminar este último trecho, el que me falta para llegar a la muerte, solo, sin que tú estés ahí para ayudarme.