Cuando la reforma política está en boca de todo el mundo, cabe recordar que desde 1979 hemos vivido una historia de frenesí transformador de las reglas que rigen a la política. Por lo menos nueve grandes y profundas reformas se han realizado en ese lapso, no solamente en las leyes de elecciones y de partidos sino también, y sobre todo, en la Constitución. En ellas se han abordado todos los temas y aspectos imaginables, desde la forma en que votan los ciudadanos hasta la duración del periodo de los mandatarios, pasando por la fórmula de asignación de puestos, por la conformación y estructura del Congreso y por un conjunto tan amplio que solo su síntesis ocuparía páginas enteras.

Esa hemorragia de reformas es la que lleva a muchas personas a dudar de la validez de este mecanismo para encontrar soluciones a la situación actual y, en los casos extremos, para desconfiar totalmente de él. Los escépticos sostienen que no se justifica hacer una reforma adicional si de poco o nada han servido todas las que se han hecho. Sin dejar de reconocer la dosis de validez que tiene esa posición, no es posible aceptarla en su totalidad. La debilidad de esa visión radica en que no considera que todas esas reformas, sin excepción, se hicieron como acciones aisladas, sin objetivos claros y solamente como respuesta a las exigencias que en su momento hacían determinados grupos específicos. Incluso la reforma constitucional de la Asamblea de 1997-1998 fue hecha bajo todas las presiones que se pueda imaginar y fue siempre huérfana de un objetivo que le diera coherencia.

Con esa experiencia propia debe ser vista la posible reforma que se debate en estos días, tanto la que se contiene en la propuesta general del Gobierno como las que provienen desde otros grupos sociales. El primer tamiz por el que deben pasar todas ellas es el de los objetivos que persiguen. Para ello es necesario previamente saber cuáles han sido los problemas. Esto quiere decir que, antes de sugerir un cambio por aquí y otro por allá, es necesario saber con certeza qué es lo que está mal, cuáles han sido los elementos propios de las reglas del juego político que han producido resultados negativos. Recién a partir de ese conocimiento básico es posible definir hacia dónde se quiere caminar, lo que significa precisar los objetivos que se pretende alcanzar.

Sin ese ejercicio, sin la identificación de los problemas y sin la definición clara de los objetivos estaremos condenados a repetir la larga historia de reformas inútiles e insustanciales que han arrojado resultados absolutamente contrarios a los que se pretendía obtener. La forma en que se han producido los hechos hasta el momento lleva a pensar que no se ha hecho ese ejercicio y que más bien se ha cedido nuevamente a las presiones de uno que otro grupo o a las urgencias del momento. Sugerir reformas concretas –y además aisladas–, sin definición previa de objetivos, es el camino seguro para tropezar nuevamente con la misma piedra.