“Leyendo su artículo ‘Hola María Rosa’, recordé a mi hermano, a mi padre. Están en el cementerio de Guayaquil.
Sé que es una pared, pero este nicho me haría sentir mejor.
La familia estaba junta, y así, pobres, estábamos felices. Me causan tristeza los ecuatorianos que, por realizar una vida mejor, encuentran la muerte. Buscan libertad y vida, quieren salir de la pobreza. Estos héroes luchan sin saber con quién, con qué y cómo. Nosotros no deberíamos morir así, teniendo un país rico que nos pertenece”. Este mensaje, entre tantos, llegó de Connecticut.

“Todo lo que quise yo, tuve que dejarlo lejos”, “Y para mis huesos, cuando yo me muera, quizás lo más blando sea el ataúd”. La voces de los Miño Naranjo, de Julio Jaramillo, despiertan aquella tristeza que empaña el alma. El inmigrante ilegal sabe que no estará en el sepelio de su madre, padre, esposa, allegado. Para ello tendría que renunciar a todo lo logrado con sudor o lágrimas. El país donde se fue es prisión sin rejas, frontera de una sola vía.
Los muertos yacen lejos, cuando no se ahogan en el mar, se asfixian en transportes insalubres. Las familias, endeudadas hasta el alma, se desmiembran, se dislocan; los niños crecen truncados en sus afectos. Criaturas nacen aquí, otras allá.
Se sueña con el reencuentro. ¿Dónde están las galladas del barrio, la cerveza helada que no sabe igual cuando se la consigue en tiendas de nombre raro? El clima, la comida, el ambiente, a veces el idioma: todo se vuelve extraño, por más que uno hable con el acento de los lugareños. Bastan acordes de guitarra, refranes, la foto conservada en algún marco, la ausencia como piedra en el zapato, el corazón partido. Se puede acudir a los parques, conversar con desarraigados de Quito, Guayaquil, Cuenca, Samborondón, Sangolquí, comprar algo de fritada, carne en palito. La patria se busca en olores, sonidos, paisajes, voces familiares. No suena igual I love you, Ich liebe dich, je t´aime, te extraño. Escasean los diminutivos. Hay algo dentro de la piel que a lo mejor vuelve si uno tiene visa, no precisa esconderse, consigue las ventajas del ciudadano común. Pero cunde la incertidumbre, asoman proyectos frágiles frente a la posible deportación, obligación de cumplir con trabajos primarios cuando se soñaba enmarcar el título alcanzado: abogados convertidos en albañiles, maestras cuidando a ancianos o niños malcriados, licenciadas laborando como sirvientas, camareras. El trabajo libera la mente de la nostalgia, mas cuando cae la noche, después del interminable viaje en bus o en metro, llega el hacinamiento en edificios vetustos, se esconde el llanto en la almohada o detrás de la sonrisa mecánica. Cada cual se pone la máscara, intenta sortear las angustias. Se recuerda un rostro, asoman frases, balbuceos de niños, sonrisas de una hija; se extraña el abrazo de los padres. El sueño americano-europeo a veces termina en la cajita negra donde duerme la ceniza de quien jugó fútbol en cancha callejera, o de aquella niña del cerquillo que soñaba con ser mujer en un país rico tan despilfarrado.