Don Juan Manuel abrió el periódico temprano por la mañana, se acomodó sus viejos lentes para leer y procedió a hacer su observación matutina de los sucesos del día.
Estaba furioso, francamente furioso, en su larga vida de maestro y luego en su nueva vida de jubilado, los puentes vacacionales lo desquiciaban. No porque no le gustaran los feriados: le encantaban; no porque no apreciara las celebraciones o el impulso al turismo como siempre acababan justificando los ministros de turno, sino porque reparaba que cada vez sus nietos sabían menos de fechas cívicas, ni siquiera recordaban qué pasó el 24 de mayo de 1822, a lo mucho el menor, el más estudioso, le dijo que recordaba una batalla a caballos en el Pichincha, como si el hecho de nombrar “caballos” fuera un resabio de una época antediluviana. ¿Y qué más?, le había preguntado el abuelo, ansioso de beber y evaluar los conocimientos que la escuela imprimía en el más pequeño de sus nietos. “Ah, pues la profe dijo que la fecha se trasladaba al viernes y que habrían vacaciones”, y el júbilo se traslucía en la voz cantarina del pequeño.

Don Juan Manuel, cuyo único oficio en las postrimerías de su vida era revisar los deberes de sus nietos, se afligía porque hacía un inventario de su existencia y recordaba cómo festejaban y honraban las fechas cívicas en su niñez, cómo incluso podía narrar casi sin respirar las hazañas de los héroes del Pichincha, las batallas de la independencia y muchas otras que rebozaban en las páginas de los libros de  historia y que él revivía en su imaginación. Cómo esas historias generaban en él un espíritu de orgullo, de pertenencia e identidad. Y estaba aterrado del futuro. ¿Será que sus nietos se van a quedar sin memoria?, ¿habrá algún día en que no importará quiénes fuimos, quiénes somos?, ¿en que seremos como amnésicos con nuestro pasado? Y bueno, concluía enojado, mucho ayuda que no hay respeto por las fechas cívicas, no importa qué día sea, ni qué signifique para el país, lo importante es trasladarla a un viernes o a un lunes para nuestra comodidad. Siguió rumiando sus ideas mientras a sus viejas neuronas acudían ideas como: qué se habrán creído estos del Gobierno, que toda la gente tiene plata para irse de vacaciones.

Leía en los periódicos que se promocionaban rutas, tures, viajes y paseos y le parecía una burla porque con su escasa pensión jubilar apenas le alcanzaba para darse un paseo por el Malecón o visitar el Cerro Blanco acompañado de sus nietos y de su hija. La artritis que no le concedía tregua y el bolsillo siempre vacío hacían que diera caminatas largas que le habían permitido conocer los nuevos rostros de su ciudad y visitar los escasos museos y aprovechaba para narrarles a sus nietos la historia de la urbe, para ir hilando finamente, para ir creando lazos, raigambre, para que ellos no perdieran la certeza del país, para que ellos tuvieran memoria de su rico pasado. Alguna vez escuchó, leyó, no recordaba, porque el olvido de la vejez era su amigo más puntual, que un país sin historia era como un hombre sin memoria y a él le aterrorizaba el mal de Alzheimer nacional que se había apoderado de los jóvenes, de sus nietos en cuanto a raíces, a identidad. Cogió al más pequeño que se había instalado frente al televisor y como si le leyera un cuento le habló de la Batalla del Pichincha, de cómo esa fecha había marcado la independencia política del Ecuador y cómo a partir de ella se había iniciado la vida republicana.
Le habló de Bolívar, de Antonio José de Sucre como si fueran viejos amigos, mientras ponía en sus manitos una moneda con la estampa de Sucre: eso es lo que somos, eso es lo que fuimos, repetía el abuelo algo triste y preocupado.