Edna Iturralde, escritora quiteña, acaba de presentar su último libro en Guayaquil. Su éxito editorial nos lleva a pensar que no siempre el escritor está condenado al ostracismo o al círculo reducido. Alguien me objetará: es que escribe para escolares, en ese territorio tiene un público cautivo. Es cierto, pero no todos los que escriben para niños y jóvenes consiguen las resonancias que ya tiene su obra en países como México, Perú, Estados Unidos y, naturalmente, el nuestro. Sé que seguirían más objeciones.

No trato, entonces, de reargumentar para atajar mis propias afirmaciones, sino de darle paso a inquietudes que agitan repetidamente al mundo de los escritores. La realidad del libro nacional –lo he dicho en otras ocasiones– es compleja porque interviene en ella una serie de factores que no solamente tiene que ver con la clase y calidad de ellos. Lo cierto es que frente a la presencia de Edna y su literatura se puede apreciar un fenómeno de interés, receptividad y precisión editorial. Nuestros escolares tienen un producto ecuatoriano que consumir en ese largo y difícil proceso de convertirse en lectores.

¿Qué escribe preferentemente Edna Iturralde? Como decía, literatura infantil y juvenil. Mucho más se ha dicho y pensado sobre la primera que sobre la segunda. Y los padres y maestros saben que los mundos de esas dos etapas de la vida son muy diferentes, que sus actores acusan una aguda sensibilidad por tenerlos separados, por no refundirse el uno en el otro y que, pese a la imposibilidad de contar con límites precisos, tenemos que aproximarnos a los linderos. Hay que contar con eso en la conformación ideal que llamamos “lector”. Pero hago una salvedad importante: mientras la literatura infantil es imprescindible para acercar a los niños al mundo de la ficción y para nutrir en ellos la imaginación y la sensibilidad, la literatura juvenil no es imprescindible, es solamente un puente, una contribución para abrir camino y hacer elecciones.
Entonces, la literatura juvenil está dirigida para lectores de 14 a 17 años, tal vez de un poco antes. Sin descuidar que, como ocurre muy claramente en las aulas de secundaria, con muchachos de 15 años ya se está estudiando a Homero, a Cervantes, a Dostoievski.

¿Qué literatura esperaría el joven?, me ayuda crear una respuesta un profesor argentino: “la que, a la vez que lo engancha, lo hace conocerse mejor y apreciar mejor la complejidad de la realidad, la que lo hace salir de sí mismo y lo abre a los problemas de los demás, la que le aporta la hondura y la visión de conjunto que sus años no le han podido dar todavía”. Este diagnóstico me permite admirar lo que ha hecho Edna en su Lágrimas de ángeles. Ella, tan aguda para encontrar el filón problemático de la realidad que le dé material para sus ficciones, en esta ocasión pone la mira en dos problemas cercanísimos del contexto ecuatoriano: la inmigración en busca de oportunidades de trabajo y la erranza callejera infantil.

Albert Camus, el gran existencialista francés, no creía en Dios porque no podía aceptar un mundo en el que sufrieran los niños. El dolor, la orfandad, el riesgo cotidiano de los pequeños está ante nuestros ojos, tanto en la vida como en muchas obras literarias: ahora hay que contar con las de Edna Iturralde.