El esplendor que muestran los recientes trabajos de Jaime Villa confirman una interpretación que hicimos de las causas felices de tal eclosión pictórica.

Nacido en Baños del Tungurahua, puerta estremecedora para el universo amazónico, los primeros impactos visuales que recibió el artista marcaron para siempre esa riqueza de tonalidades multiformes, casi gaseosas, siempre desafiantes.

Se trata de la luz estallando en insólitos colores.

Insólitos en lo cambiantes, hirientes y líricos, según el minuto de la contemplación.

Colores que el artista jamás ha olvidado. Y que, más bien, juega de manera jubilosa en sus telas y papeles.

Por eso en el homenaje que dedica a la figura o en la abstracción del motivo precolombino, en la evocación del lujo plástico de las fiestas andinas, Villa es el señor y maestro del colorido esplendente.

Artista de un sector andino  que se nutre de sincretismo, por mandato de la naturaleza, alcanza dominio de su lenguaje inconfundible por impar. Lo telúrico, volcánico, rima con lo florido y viril en incesante transformación. La vida costeña que enamora a este artista, ha asegurado su destino.

El litoral añadió facetas de ardiente espíritu a lo que trajo del lar tungurahuense-amazónico.

Así como el presagio que dicta la naturaleza a quienes cruzan la gran puerta de Baños, igual resulta el estilo del artista. Es vigoroso en su manejo de espátula y óleos señoriales. En sus perfectas acuarelas. Y en las resonancias de volúmenes y aristas de sus dibujos de vanguardia y desafío temporal.

Lo poético o, mejor, lo lírico, se dio a menudo en sus grandes temas cuando captó los misterios de las Islas Encantadas. También cuando descubrió las sugestiones de formas nativas en escenas eglógicas, en momentos de nitidez infantil por la ascensión a ensueños puros.

La generación poética de 1960 tiene con sus altas y trascendentes voces líricas, un respaldo que no debe soslayar la interpretación histórica de tal movimiento socio-cultural no superado. Esa correspondencia pictórica está en las creaciones de Voroshilov Bazante y Jaime Villa.

Ambos, precisamente, en 1960, empinan vigorosamente sus trayectorias en el júbilo del color. Y lo hacen en Guayaquil.

Lo reafirma Villa en cada nueva labor para identificarnos con las voluptuosidades de la energía vital, a la que nos debemos. Y por ser artista leal a su vocación lo propone con encanto irresistible.