Había ido al templo con su hijito de dos y pico años, y de más de ciento y pico tratamientos médicos sofisticados. El infante en cuestión, librado de un rhabdiomiosarcoma de laringe (un tipo de tumor rabioso como él solo), goza de buena salud desde hace ya unos meses. Pero tiene unos deseos locos, cosa razonable después de tanto manoseo médico-quirúrgico, de mostrar a todo el mundo su vitalidad.

Pues bien, después de aquella Misa en día laborable, un hombre más o menos de mi edad, le había dicho a la salida –quizás un poco impertinentemente, no lo sé– que el niño hacía mucha bulla y no dejaba oír con paz la Santa Misa; que quizás fuera mejor dejarlo en casa.

El papá del ex enfermo niño –quizás también un poco impertinentemente, no lo sé– le respondió al sujeto de mi edad que estando su mujer enferma, no podía hacerlo. Y que se había colocado cerca de la puerta de salida para retirarse con su hijo si gritaba mucho.

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Hasta aquí la discordancia  discurrió bastante bien. Pero se complicó cuando mi amigo, cansado como estaba del trabajo y del infante, se despidió con un consejo no tan adecuado: le dijo al chico de mi edad que se sentara en la primera banca al día siguiente.

Él, molesto por los gritos del niñito, quizás también cansado por el día transportado, le respondió con un obús de gran calibre: “Lo que faltaba”, comentó mientras se iba, “que me diga usted en qué lugar me tengo que sentar”.

Felizmente no pasó a mayores la confrontación. Los dos se retiraron a sus casas algo contrariados pero nada más. Mi amigo, más sereno con el paso de los días, me contó lo sucedido con dolor. Y el otro buen cristiano, no tengo duda alguna, también debió sentir su pena.

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Les cuento este suceso porque sirve para subrayar nuestra increíble pequeñez. Nos ayuda a meditar en cómo, estando llenos de deseos buenos, a causa de un poquito de cansancio y de una palabrita menos acertada, podemos terminar perdiendo la paciencia e interrumpiendo la comunión con Dios y con nuestros hermanos.

Y lo cuento este domingo para resaltar la infinitud de la paciencia que el Señor nos tiene: “Tanto amó Dios al mundo –nos dice el evangelio de la Misa– que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca sino que tenga vida eterna” (Cfr. Juan 3, 16-18).

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Esto sí que es paciencia: sacrificar al Hijo –en quien tiene el Padre todas sus complacencias– para que usted y yo arreglemos nuestras faltas de paciencia.