La Biblia y otros libros religiosos tienen la particularidad de crear en muchos de sus lectores una actitud reverencial que los inhibe de profundizar o cuestionar cualquier vacío en su estructura. Para ellos son “textos sagrados” donde el autor se oculta en innumerables disfraces y manifestaciones y nunca tiene mucha relevancia. Así podemos constatar la presencia de fuerzas misteriosas que pueden saltar de manera inusitada y que de repente se convierten en “la verdad jamás tocada por la duda”, como reflexionaba Umberto Eco.

Viendo el episodio III de La Guerra de las Galaxias, La venganza de los Sith se descubre precisamente eso: una monumental saga cinematográfica es absorbida por la audiencia del mundo con un apetito voraz que no admite titubeos. Su consagración se acaba de realizar en Cannes y George Lucas es más o menos el Gran Director Omnipotente que crea un mundo personal sin parangón en la historia del cine. Esta película no se estrena como otras. Su impacto promocional en los medios de comunicación es total y hasta en Ecuador se venden miles de boletos antes de su exhibición.

Entonces las palabras de un cinéfilo un tanto enfriado por el trepidante revuelo internacional que se ha armado alrededor de lo que podría ser un cómic épico van seguramente a pasar al olvido inmediato, sepultadas por tanto ruido. Y vaya que lo hay en este episodio final: los primeros diez minutos estamos metidos en una de esas batallas digitalizadas como solo Lucas ha recreado desde su primera entrega en 1977, cuando todavía los efectos se hacían con dibujos y maquetas. Porque el caos y las intrigas han trastocado la República Galáctica y Anakin (Hayden Christensen), el flamante Jedi con aspiraciones redentoras es acosado por terribles premoniciones, pues su esposa Padme (Natalie Portman) podría perder la vida. Aquí “el miedo de perder es el camino a la oscuridad”.

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El descenso de este joven antihéroe a los infiernos de un poder desenfrenado es el centro de la historia, que finalmente llevarán a Anakin a seguir al diabólico Canciller Palpatine (Ian McDiarmid) y a enfrentarse a su propio maestro Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor). Allí la película adquiere sus valores más notables, porque el guión refuerza aspectos psicológicos de sus protagonistas por encima de todo el espectáculo visual. Junto con toda esa desbocada tecnología, están los violines y los coros de John Williams, muy inspirados en Carmina Burana de Carl Orff.

“Que la fuerza sea contigo” dice Yoda, el pequeño y poderoso sabio Jedi, cuando horribles seres atacan a Anakin. En las guerras espaciales de Lucas esa fuerza podría ser un poder divino del cual nunca sabremos todo. Claro, en un imperio galáctico uno debe creer que todos los seres vivientes están más cerca del cielo. Los que dudan de esto se quedan en el lado oscuro. O simplemente van al MAAC Cine.