Cuesta mucho trabajo imaginarse cómo habrá sido la Penitenciaría Modelo del Litoral el día que se inauguró. Seguramente fue, para esa época, modelo de modernidad, por las celdas, los pasillos, las baterías sanitarias, las cocinas, y la mar y sus peces que debió tener. Seguro que su diseño general correspondió a los requerimientos físicos de aquellos años. Y seguro también que su orientación no tuvo en cuenta el hacer solo una cárcel moderna sino un reclusorio que persiguiese el fin central de la redención del detenido y su reinserción social.

Entre tantos sueños e ilusiones vanos, debe haber inclinado a la sospecha o el rechazo mismo del recinto carcelario: penitenciaría, lugar donde se hace penitencia.

Lo que sí debe dejarse en claro es que esa contraparte del infierno era tal vez en aquellos tiempos algo mejorcito que el resto de las cárceles nacionales. Mientras escribo esta nota pienso en prisiones sórdidas, húmedas de llanto y de sangre.
Pienso también en las improvisadas celdas de ciudades y pueblos de provincia. En estas, según cronistas del pasado, varios caciques y terratenientes hacían sus propias cárceles. Y uno de ellos tenía un foso de lagartos para lanzar en él a los “delincuentes” opositores o enemigos.

Pero dejemos de soñar y divagar sobre “lo que debió haber sido y no fue”, como dice la canción. Lo que sí puede afirmarse es que las cárceles de otrora fueron, en esencia, casi gemelas de las contemporáneas: lugares para castigar, relegar, desterrar y hasta aniquilar a quienes delinquieren.

Hace ya muchos años que ellos dejaron de tener esperanzas. La legislación penal contemporánea ya no dice como en el remoto pasado: “Al prisionero, con un palo”, como solía recomendar en la época en que el Estado se declaraba enemigo mortal del transgresor de sus leyes. Cierto que persisten instituciones vergonzantes como la pena de muerte, pero van desapareciendo. Lo hacen al mismo ritmo que se abren paso las ideas morales y religiosas defensoras de la vida humana.

Existe una buena costumbre que es casi tradición: en los primeros días de sus labores, el gobernador de nuestra provincia visita la Penitenciaría del Litoral y otros centros carcelarios. Se informa allí –en vivo y en directo– cómo sobreviven los internos en celdas tenebrosas y pestilentes, hacinados cual si fueran animales, sin la menor privacidad para efectuar sus funciones fisiológicas; mezclados sanos con enfermos de males contagiosos como tuberculosis, sífilis y sida.

Sobrecogidos por la impresión, los gobernadores mejoran durante un lapso más o menos corto las condiciones de vida de los reclusos; pero transcurrida esa bonanza, todo o casi todo vuelve al cauce anterior. ¡Ojalá que en esta ocasión las mejoras sean profundas y permanentes, tanto en la legislación como en la infraestructura carcelaria!