Sigue siendo común escuchar a muchos ecuatorianos que culpable de las situaciones presentes y pasadas del país es la política, lo que redunda simple y llanamente en su descrédito.

Por eso es igualmente común que muchos ciudadanos confiesen no querer saber nada de ella y que, entre la gente joven, algunos piensen que son o pueden ser apolíticos. Lo declaran con fe, es decir con conciencia de lo malsano de su acción, criticando y juzgando, claro está, el cómo actúan en la práctica los más de los políticos nacionales.

¿Cómo olvidar ese texto de Ionesco, Rinocerontes, en que el dramaturgo condenaba ácidamente las ideologías y, por tanto, sus conexiones y derivaciones políticas?

Esta fobia a la política es injusta y errada, pero comprensible si se tiene en cuenta que los ciudadanos la piensan a partir de lo que ven y escuchan en la vida ecuatoriana. Quiero decir que una responsabilidad para que así se piense no puede ser sino recaer en quienes han concebido la política como apenas un juego de mera politiquería.

Es claro, sin embargo, que el problema mismo no está en la política sino en quienes tan ligera o abusivamente la ejercen. Está en las personas.

En verdad, a quienes condenan los ecuatorianos es a los políticos y no a la política, a los sujetos de la acción y no al concepto, pues cabe distinguir entre unos y otro, sin olvidar que una aguda desconfianza comunitaria se extiende a otros desempeños en diversas funciones del Estado.

Porque esa es la realidad del problema, muchos ecuatorianos pensamos si cabe o no preguntar en una consulta nacional, por ejemplo, si los ciudadanos que ya han ejercido la presidencia y la vicepresidencia de la República deban ser otra vez candidatos, habida cuenta que en este último cuarto de siglo algunos han sido echados del poder y sobre otros pesan acusaciones y juicios.

Otra pregunta podría referirse a los ciudadanos que ya han actuado como ministros jueces de la Corte Suprema de Justicia en al menos las tres últimas designaciones, los mismos que no podrían volver a ocupar dichos cargos.

No es este un hecho que podría calificarse de renovación generacional en estricto sentido, pues en las protestas de semanas atrás se manifestaron gentes de diversas edades y no exclusivamente los jóvenes. Se trata, más bien, de una acción ética cada vez más profunda y popularmente sentida a la que socialmente urge dar una respuesta.

He ahí un espacio de acción que podría asumir el Gobierno actual, quizás el único posible para el señor Palacio en su idea de refundar la República. Pero esa tarea no es un discurso o dos, sino la concreción de una voluntad de hacerlo.

El país necesita cambiar, pero si algunos cambios hay que establecer, no todos deben implicar la formalidad de las leyes en cuanto tales, sino recordando cuidadosamente acciones y omisiones de las personas, por más que vivamos en un tiempo en que una hermenéutica, una o muchas teorías de interpretación legal estén al alcance de quienes, a veces, con liberalidad sospechosa glosan y desglosan tales o cuales principios constitucionales y legales. Repetimos que esta es, quizás, una ocasión única de realizar algunos cambios.