Es el momento en que los ministros olvidan por qué azar están donde están, y se convencen de su personal importancia y se tornan a menudo en autoritarios y despreciativos.

Hoy es imposible saber si el gobierno o los quizá gobiernos de Zapatero acabarán por resultar tan tensos y deshilachados como los postreros de Suárez, tan arrogantes y descarados como los de González o tan falsarios y dañinos como los de Aznar. Ojalá no, pero es de temer que al final no podamos mirarlos con la benevolencia que aún no nos cuesta mucho aplicarle al actual.

Hablo, claro, de quienes, sintiéndonos más afines a unos partidos que a otros, lo somos muy poco a todos y en principio no deseamos el fracaso de ningún gobierno elegido. Somos más de lo que parece, y de hecho me atrevo a pensar que somos quienes a la postre decidimos los resultados de las votaciones, algo que el PSOE de González olvidó en su día y que el PP de Aznar y Rajoy –de momento no se diferencian– está empeñado en negar o ignorar. Solo con las papeletas de quienes desean lo peor al gobierno que no es de su cuerda, y además se lo procuran con ahínco, no se va lejos. Todas las formaciones deberían estar más que enteradas.

El primero de Zapatero, durante su primer año, se ha encontrado con la baraja ya repartida hasta el último naipe, nada más empezar. No hubo cien, ni tan siquiera un día de cortesía. Por parte del Partido Popular y de los medios de comunicación a su servicio se lo presentó como un gabinete de taimados o de pardillos desde el momento de su constitución. Es decir, a destiempo. Tanta munición verbal se ha gastado contra sus integrantes, tanta exageración ha habido con sus errores o arbitrariedades, que el pelotón de fusileros corre dos graves riesgos: que la gente ya no dé crédito a sus agotados improperios cuando sea hora de criticar con razón (estilo Pedro y el Lobo), y que sufran todos prematuros derrames o infartos (no se puede echar espuma por la boca a diario sin consecuencias para la salud, sobre todo si no ha habido mordedura previa de perro rabioso alguno).

Ahora bien, transcurridos estos doce meses, empiezan a verse signos ominosos en esta Administración. Como pasó con sus predecesores, de Suárez a Aznar, al comienzo todo fueron buenas maneras y hasta timidez, con la deliberada intención de diferenciarse al máximo del estilo desdeñoso y desconsiderado del gobierno del Partido Popular y de su ausencia de explicaciones (todavía nadie nos ha argumentado qué falta hacía España, potencia media económica y nula militarmente, en la reunión de las Azores; es un ejemplo entre cien). Y es verdad que varios ministros continúan en ello, en la discreción y la modosidad, como Alonso, de Interior, o López Aguilar, de Justicia. Pero otros no. Es el momento en que los ministros olvidan por qué azar están donde están, y se convencen de su personal importancia y se tornan a menudo autoritarios y despreciativos. Signos de eso se perciben en Salgado, de Sanidad, quien, además de poner en marcha una ley abusiva contra los fumadores e irrespetuosa de las libertades individuales, declaró hace poco, poseída de sí misma y en tono dictatorial: “Claro que todo eso se va a aplicar: que se hagan a la idea de que faltan ocho meses para dejar de fumar”.

También en Trujillo, de Vivienda, con su ya célebre y desdichada frase “La dignidad no se mide en metros cuadrados”, seguida de una improcedente sonrisa de autocomplacencia injustificable, dado que, precisamente, que una vivienda resulte o no digna depende en muy gran medida de que no sea un cuchitril claustrofóbico. Ambas ministras rozaron la chulería, como si sus expresiones delataran el avance en ellas del pensamiento más peligroso: “Se hará lo que yo diga, que para eso soy quien soy”.

En algo parecido he visto ya incurrir varias veces a Álvarez, de Fomento, a Calvo, de Cultura, y por supuesto a Bono, de Defensa, aunque este ya trajera consigo la autosatisfacción y no la haya adquirido con su nuevo cargo.

En cuanto a Moratinos, de Exteriores, pocas oportunidades ha tenido de desarrollar prepotencia: al contrario, se ha asemejado en exceso a su servil predecesora del Partido Popular, y no acaba uno de entender tanta reverencia y limosneo formales ante los responsables de la Administración Bush, cuando, que se sepa, no es España quien necesita y utiliza suelo norteamericano para sus bases, algo vital.

Pero lo más preocupante y grotesco –la guinda de los síntomas– ha sido la operación de venta de armas al golpista Hugo Chávez. Aunque este individuo haya ganado elecciones, antes inventó un golpe de Estado contra un gobierno legítimo, por corrupto que fuese, y de la misma manera que un asesino no es jamás “ex asesino” ni un dictador se convierte en “ex dictador” (pese a que la prensa emplee este término disparatadamente), quien va por un golpe y además celebra la fecha de su tentativa, es un golpista para siempre jamás. Y si a esa venta la acompaña la argumentación, digna de Rumsfeld, de que el tal armamento “no es para fines bélicos”, entonces en el primer gobierno de Zapatero ya se ha introducido el cinismo idiota, y merece un toque de atención. Porque eso equivale a decir que se venden medicamentos sin fines curativos ni preventivos, lo cual sería una estafa o una absoluta imbecilidad.

© El País, S. L.