Según el catecismo machista, hombre que se sobrepasa es un pillín; mujer que pierde el control es una cualquiera. Todos, sin embargo, tenemos rabo de paja.

Recién hablé de muchas Marías, mas no toqué la del momento: María Augusta Rivas. A partir de una trifulca, el escándalo tomó proporciones monumentales. No pudieron los reporteros retratar a la diputada en actitudes sensuales, con la ropa desgarrada.

Hubiera sido para una primera página. Los caballeros aparecieron con terno, corbata, cara de yo no fui. Ella, siendo mujer, tenía que ser caramelo de noticia, María Magdalena arrepentida. Perdió los estribos, tuvo reacciones de violencia. Queda claro que, comprobada su culpabilidad, todos los implicados, sin distinción de sexo, deben ser sancionados. Pero María no debía, por fines de morbo machista, ser la estrella del asunto.

No simpatizo precisamente con el PRE, mas era el momento propicio para hacer leña a su representante. La podíamos convertir en una Mónica Lewinsky criolla. Lo que pudo haber sucedido en el Salón Ovalado lució en aquel entonces más excitante que los problemas de la política exterior estadounidense.
¿Por qué no fueron investigados los congresistas americanos o Kenneth Starr, aquel puritano despiadado? En Lima, parece que todos andaban achispados; se les fue la mano. Como en los casos de violación, se puede dar a entender que los diputados no tuvieron culpa alguna: fue María Augusta incendiaria de libido parlamentaria, detonante de lujuria, detonador de fantasía diputadesca. Vivimos, hace años, la inefable saga de una rebanadora de pene, pero al menos había material para exaltar el heroísmo de aquella Juana de Arco de la emasculación, con mayor razón si el dueño del bálano recortado era norteamericano.

A veces los escándalos domésticos permiten desviar la atención, hacer olvidar a los forajidos, la actuación dudosa de otros diputados.

¿A quién le importa que aquella mujer, desde su viaje a Perú, no pueda salir a la calle sin recibir mofas, que sus hijos lleguen a una escuela donde compañeros traen de casa insultantes bromas. ¿Por qué no entramos todos en la trifulca, como habrá de ser en el Juicio Final? Estamos allí, piedras en manos, fariseos frente a María de los perfumes. La cuestión es saber por qué motivo la diputada tenía que ser más exhibida por los medios que los angelicales caballeros.

¿Por qué se apagan tan fácilmente los escándalos pasionales cuando los protagonistas son machos o tienen algún poder? ¿Por qué un rico solo es gay y un pobre tiene que ser maricón? Por ética no recordaré páginas suculentas del panorama erótico-político nacional. Según el catecismo machista, hombre que se sobrepasa es un pillín; mujer que pierde el control es una cualquiera. Todos, sin embargo, tenemos rabo de paja.
¿Aceptaría usted que su vida entera sea proyectada sin recortes, públicamente?

¿Sonrisas de connivencias, bocas ocultas tras la mano para destilar el venenoso comentario? Mujer era la Eva del Edén, siendo Adán el ingenuo engañado. Por gozar del fuero, los protagonistas del desafuero podrán recordar entre bromas lo que para ellos habrá sido anécdota. Ella se descontroló, es cierto, pero queda marcada. Allí está la diferencia. Lamento lo ocurrido.
No soy quien pueda juzgarla. ¿Y ustedes? Contéstenme.