Se dice que al final del día los forajidos se han dividido entre los foragiles, que creyeron que algo cambiaría después de la larga ingestión de gases lacrimógenos, y los forágiles, aquellos que escalaron rápidamente los puestos que dejaron los familiares del anterior mandatario. Pero hay algo que los asemeja a ambos, y es que desde cualquiera de la dos posiciones en que han quedado ya no constituyen un peligro para la clase política. La débil marcha del jueves de la semana pasada fue el indicador del inicio del abandono del escenario por parte del forajidismo. Se puede suponer que el camino de la disolución se inició en el momento en que se produjo el derrocamiento del ex presidente. Como suele ocurrir con este tipo de acciones sociales, que son la expresión de múltiples y contradictorios intereses, lo que une a sus integrantes es el rechazo a algo o a alguien, de manera que cuando ese elemento desaparece se acaba también la cohesión del movimiento. Aparentemente eso es lo que ha ocurrido en este caso.

Sin embargo, los forajidos colocaron un tema de mucha importancia en la agenda política nacional. Gracias a lo sucedido en esas semanas de expresión callejera se adquirió conciencia sobre la necesidad de impulsar una reforma política profunda.
Como corresponde a la forma tumultuosa y emocional de expresión de las manifestaciones, así como por la heterogeneidad de sus integrantes, el movimiento no determinó la dirección que debe tener la reforma. Era imposible que lo hiciera y mucho menos se le puede pedir que lo haga ahora. Hubo quienes pidieron mejor representación política, mientras otros simplemente se declararon insatisfechos con todo lo que huela a política y con todos los que tengan alguna relación con ella. De cualquier manera, el mensaje fue claro en el sentido de que las cosas no están bien en ese campo y que se hacen imprescindibles las reformas.

Por eso cuesta aceptar que los políticos, especialmente los diputados, no quieran entender y digan que con ellos no es la cosa porque no formaron parte del Gobierno anterior o porque no son corruptos o, más cándidamente todavía, porque no fueron elegidos por Quito. Cabría esperar que personas adultas y largamente transitadas por los caminos de la política, como son la mayoría de los diputados, tuvieran un pequeño grado de apertura para comprender lo sucedido. Si se quedan en la apreciación que limita los hechos al rechazo a un Gobierno incapaz no harán sino acelerar su propio desgaste y el deterioro de sus partidos.

El mismo movimiento forajido les ha dado la pista para la solución al colocar en la agenda el tema de la reforma política. Lo que se debe discutir ahora es el instrumento que se puede utilizar para hacerlo y, dentro de este, la forma más adecuada para recoger las inquietudes ciudadanas. Apenas hay tiempo para hacerlo, y no cabe interpretar la actual desmovilización forajida como un hecho irreversible. La insatisfacción es más profunda que lo que se expresa en las calles.