Llama mucho la atención la prisa con que el hombre-Dios, nada más resucitado, anuncia a sus apóstoles que el Padre les ha hecho, a pesar de sus traiciones, los instrumentos de su plan de salvación universal.

Nos lo cuenta hoy el evangelio con gran lujo de detalles. Nos concreta la fecha (el día de la resurrección); la hora (al anochecer); el estado de las puertas de la casa (trancadas cuidadosamente); el ánimo de los apóstoles (con temor a los judíos); el saludo de Jesús (la paz esté con ustedes); las cartas credenciales que mostró (las manos y el costado); y el resultado de la aparición (los discípulos se llenaron de alegría).

También añade el evangelio que Jesús, para robustecer en ellos la serenidad ante el encargo que les iba a encomendar, les dio la paz de nuevo. Y que después de haberlos preparado de este modo, les comunicó lo nunca imaginado: “Como el Padre me envió, así también los envío yo”.

Publicidad

Me imagino galopando el corazón de los apóstoles.
Agradecidos por haber sido elegidos para transmitir la Vida al mundo, pero considerando al mismo tiempo, con honrado realismo, la total desproporción entre la empresa y los trabajadores.  Debieron ser unos segundos de trepidación inolvidable.

Quizás por eso Jesucristo, como relata el evangelio, “después de decir esto, sopló sobre ellos, y les dijo: reciban el Espíritu Santo; a los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar” (Cf. Juan 20,19-23).

El caso es que los diez (porque Tomás no estaba) recibieron el encargo de anunciar la Buena Nueva a todos los humanos hasta el fin del mundo. Lo cual, puesto que las generaciones se suceden y los cristianos pasamos, nos compromete a usted y a mí.

Publicidad

Sobre nosotros recae, aunque parezca mentira, la responsabilidad de hacer entre los nuestros lo mismo que hizo Jesucristo: animar, perdonar, fomentar la lealtad, sembrar infatigablemente la concordia, y proclamar el evangelio.

Para llevar a cabo esta tarea –que nos supera por completo a usted y a mí– contamos con el Espíritu Santo. O mejor dicho, para que usted y yo cumplamos nuestro encargo, el Espíritu Santo cuenta con que le pidamos que se instale en nuestro corazón y le dejemos actuar.

Publicidad

Él actúa “desde fuera” siempre –sin quitar la libertad a nadie sino defendiéndola constantemente–, dirigiendo los acordes de la historia. Y actúa “desde dentro”, con su luz y sus inspiraciones, sobre todo cuando estamos en Gracia, cuando nos hemos convertido humildemente.

Por eso en esta superfiesta de Pentecostés –convertidos o por convertir– debemos suplicar con la liturgia de la Iglesia: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.