Una Asamblea, Constituyente o no, es pérdida de tiempo y dinero cuando el actual gobierno dispone poco de lo uno y lo otro. Se debe ir al grano. Y el grano no es redactar una nueva Constitución sino perfeccionar la que está en vigencia. Como sabemos, el problema no está en el texto propiamente dicho sino en los que lo interpretan a su arbitrio, es decir en quienes integran las funciones del Estado.

Hay urgencia en dos cosas: constituir un Congreso y una Corte Suprema de Justicia que actúen como funciones responsables y éticamente solventes para que recobren la confianza ciudadana.

La culpa de que no suceda así, como se puede advertir en otros países, está en quienes las integran, que actúan no en cumplimiento de sus obligaciones legales y morales –como les impone la ley– sino en servil acatamiento de partidos y dirigentes políticos. El problema, pues, son los elegidos.

Si el desprestigio de la Corte Suprema es de más reciente fecha, en verdad de algunos pocos años atrás, el del Congreso es, simplemente, histórico, es decir de vieja memoria.

No sorprende que suceda así con el Congreso, en la medida en que en él están representados los partidos y agrupaciones de distinta laya y que sea el espacio en que se crucen y entrecrucen las ideas e intereses más diversos. Eso es legítimo y no podría ser de otro modo, siempre y cuando, aun en las razones sustentadas, prevalezca el sentido del bien ciudadano y del Estado.

Lo que predomina, sin embargo, son los mezquinos intereses de grupo, una sed insaciable de poder que de otra manera no alcanzarían jamás, aprovechando –claro está– la indiferencia, rayana en tolerancia de los ciudadanos.

El repudio del mes anterior alcanzó gravemente al Congreso e involucra a los diputados sin distinción de membretes políticos, pues de lo que está hastiada la comunidad ecuatoriana es de una politiquería mercenaria.

Hay que poner límite a esto, pero sin la mínima esperanza de que el actual Congreso se disuelva y no poseyendo el actual gobierno fuerza política o social propia que pueda respaldar alguna línea de acción, el señor Palacio puede al menos convocar una consulta popular en que se planteen sugerencias concretas que apunten a reformar o mejorar el funcionamiento de ciertos entes estatales, o desechar a quienes la comunidad piensa como directos responsables de este caos. Esto es tanto más urgente, con relación al Congreso, si se tiene en cuenta que a los escándalos anteriores se suma lo que parece ser el bochorno de Lima.

Una pregunta, apremiante y por tanto útil en la situación presente podría referirse a que los ecuatorianos decidamos mayoritariamente si quienes han sido diputados principales y suplentes en los anteriores diez años podrían ser otra vez candidatos a esa dignidad y si se les prohibiese serlo en los siguientes diez años a partir de la vigencia de esta nueva norma.

Por lo demás, son interesantes los criterios de modificar el sistema de representación provincial por el de distrito o circunscripción, lo que haría que el diputado responda primero a sus electores y después al partido, volviéndole más directamente responsable ante quienes representa.

Todo esto es posible si hay la voluntad política para plantearlo. Lo cierto es que la ciudadanía lo demanda.