En un campo de 19.000 m², casi al lado de la Puerta de Brandenburgo, como un ondulado mar de miles de columnas de hormigón se despliega el Monumento a los Judíos asesinados en Europa, inaugurado ayer en Berlín.

El lugar está hecho para pasear por los estrechos callejones que dejan las columnas, sin senda establecida: se trata de errar dentro del extraño paraje en cualquier dirección.

La sensación es de desolación, de extravío, de amenaza, como si se estuviera en un espeso y oscuro bosque y no se supiera qué aparecerá a la vuelta de cada árbol y recuerda antiguos cementerios judíos, con lápidas irregulares.

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Las 2.711 columnas de hormigón fueron diseñadas por el arquitecto judío estadounidense Peter Eisenman y la sensibilidad que provocan se complementa con el Centro de Documentación subterráneo que evoca historias de víctimas del Holocausto.

Desde mañana y durante las 24 horas estará abierto a los visitantes que quieran confrontar el periodo más oscuro de la historia moderna. Sin resguardo porque, según Eisenman, “si a alguien se le ocurre pintar símbolos nazis en las columnas, hay que reconocerlo como una forma de la realidad actual y no perseguirlo”.

El monumento está a cien metros de donde estuvo el búnker de Hitler y el cuartel general de la Gestapo, la policía política nazi. Más allá el Reichstag (parlamento), cuya cúpula coronada con la bandera de la Unión Soviética marcó la imagen final del nazismo.