Frente al vergonzoso proyecto de reformas a la Ley Orgánica de la Función Judicial que había aprobado el Congreso Nacional, el veto presidencial ha sido un acierto.
Un respiro en una atmósfera tan intoxicada por intereses, desaciertos y demagogia. No se sabe cuánto más va a durar la distancia que el Ejecutivo acaba de marcar frente a los apetitos salvajes de la partidocracia, pero en todo caso la actitud presidencial en este punto específico abre una oportunidad que no debe perderse.

Lo significativo del paquete de reformas que salió del Congreso no es tanto sus manifiestas inconstitucionalidades –Corte Suprema interina, jueces de excepción, nulidades legislativas, etcétera–, pues, al fin y al cabo, romper la Constitución es algo habitual entre nuestros diputados. No. Lo importante del proyecto es que desnuda la poca o ninguna capacidad de nuestra partidocracia para abordar uno de los problemas más serios que tiene el Ecuador. Era este el momento adecuado para que la dirigencia política nos haga conocer su propuesta frente a la crisis de la justicia. Y vean con lo que sale. Un conjunto de reformas absurdas e inadecuadas que ni siquiera se acercan a un kilómetro del núcleo de los problemas del sistema judicial. ¿O es que para estos señores no existen problemas en la justicia ecuatoriana y todo está bien?

La transformación del sistema judicial pasa por varias instancias: institucional, económica, cultural, gremial, etcétera. Pero hay una de ellas en las que el Congreso tiene la herramienta clave: la aprobación de leyes que son necesarias –aunque no suficientes– para esa transformación. Lamentablemente, por años el Congreso no ha hecho prácticamente nada en este sentido. Y estamos hablando de partidos que se autodenominan “ideológicos”, “serios” o “grandes”. La penosa verdad es que simplemente no les interesa –es más, le temen– la construcción de una justicia profesional e independiente. Y pensar que son los mismos que pretenden reformar la Constitución para evitar una consulta popular.

El veto presidencial debe ir acompañado por una serie de medidas complementarias para la depuración de todo el sistema. Si el Congreso no toma la iniciativa, y si la próxima Corte no lo hace tampoco, lo deberá hacer el Ejecutivo. El país así lo exige.

La reducción de los magistrados es uno de los aciertos del veto. Bastaría que los nuevos magistrados trabajen ocho horas diarias y se dediquen menos a la politiquería y al tráfico de influencias. No debe regresarse jamás a ese minicongreso del llamado “pleno” de la Corte Suprema con discursos, arengas, bloques, pugnas, zancadillas y hasta prensa… Habrá también que reformar la Ley de Casación para, por ejemplo, dejar a discreción de la Corte conocer o no de recursos contra sentencias de apelación que han confirmado las de instancia.

Se viene ahora la selección de los nuevos magistrados, algo que debe hacerse sin atolondramientos, “planchas” o negociaciones. Sería una bofetada al país si la partidocracia nuevamente metiera mano en esta selección. Bofetada que, como ya está demostrado, tarde o temprano se paga.