Hay que esperar que se superen pronto los furores de refundación del país, tantas veces fundado y nunca bien acabado. Que se superen con un giro hacia la realidad, que siempre es más tosca y menos gloriosa de lo que uno quiere imaginar. La dura verdad es que se ha iniciado un Gobierno tan o más débil que los anteriores, con el agravante de la enorme carga de demandas que le han puesto y que él mismo se ha colocado a la espalda. Como si eso fuera poco, cada vez está más cercano el fin del remedo de luna de miel que mantiene con el Congreso. Para ello solo falta que termine el reparto de cargos para que vuelvan los tiempos de siempre, con pugna de poderes y preparativos para la campaña electoral.

En pocas palabras, el espacio que tiene el nuevo y endeble Gobierno es limitado y con tendencia a restringirse aún más. Por consiguiente, sus opciones se reducen a una modesta acción que, sin embargo y si llega a materializarla, constituiría la mayor contribución posible a la tranquilidad nacional. Esa acción no es otra que iniciar un proceso de largo plazo de reforma política. Es en el campo político, en el diseño de las instituciones y en los procedimientos establecidos en donde se encuentra buena parte de las fuentes de la inestabilidad (otras tienen que ver con la cultura política y con las prácticas mañosas, pero esos son temas de la sociedad y su solución no está en manos del Gobierno).

Los derrocamientos de Bucaram y de Gutiérrez se explican fundamentalmente por causas políticas. E incluso el de Mahuad –un golpe de Estado en el más tradicional estilo latinoamericano de los sesenta y setenta, que tuvo como telón de fondo al congelamiento de los depósitos y el pésimo manejo económico– puede atribuirse también a la inexistencia de mecanismos de procesamiento de las demandas ciudadanas, así como a la errada concepción de la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Aún más, en una visión de largo plazo, basta constatar que ningún Gobierno en los últimos veinticinco años ha contado con mayoría en el Congreso y que no ha habido un partido que alcance por lo menos la mitad más uno de los escaños legislativos. Gobiernos débiles y congresos fragmentados es el resultado de un desastroso diseño institucional del sistema político.

La reforma política necesaria y, sobre todo, posible debe apuntar a la superación de los problemas que desembocan inevitablemente en esa situación. Para eso es necesario trabajar en tres niveles: el sistema electoral, las relaciones Ejecutivo-Legislativo (con una mano de gato a la estructura del Congreso) y el régimen de gobiernos locales. Los tres están tan fuertemente interrelacionados que lo que se haga en el uno afecta a los otros, de manera que se los debe abordar en conjunto.
Ahí está la tarea enorme y a la vez realista para el Gobierno y, desde luego para el Congreso, si se olvida de sesiones reservadas para reservar los escándalos.