No cabe duda de que el señor Carlos Vallejo interpretó correctamente el grito unánime de “que se vayan todos” con que la ciudadanía manifestó su repudio al señor Gutiérrez, a los dirigentes políticos y a los diputados, presentando hace pocos días su renuncia al Congreso. Fue un gesto de dignidad que le honra en un tiempo y circunstancias en que, según parece, una dignidad no integra en forma alguna el bagaje ético de otros diputados.

El hecho se circunscribiría estrictamente a lo personal si no estuviera en juego el destino de uno de los poderes representativos del Estado. Ciertamente, también, no es solo el presente Congreso el sujeto a tan vergonzoso desprestigio.
Vivieron parecida situación los congresos anteriores, lo que significa que de un tiempo acá una de las más necesarias y representativas entidades nacionales vive en permanente crisis.

En los días últimos la crisis del poder Ejecutivo fue también la del poder Legislativo. El Congreso, por tanto, no está exento de culpa y de las consiguientes responsabilidades. Se entendía, entonces, que la expresión de “Que se vayan todos” incluía y no precisamente exoneraba a los diputados.

Cabe preguntarse más allá de cualquier doctrina política o de partido si los diputados representan algo que no sean sus intereses personales y, en última instancia, los del partido que los cobija. Porque no actúan en representación de sus electores, a los que ignoran y casi puede afirmarse que desdeñan.

Sin embargo, ostentan tal dignidad en representación de quienes los eligen, por lo que hay una clara tergiversación en sus desempeños públicos, sin que sus electores puedan revocarles el mandato. En otros países esto se da por la presión ciudadana, pero se entiende que esos diputados sí tienen un mínimo de pudor o de conciencia moral que les obliga a ese retiro.

El peligro, en nuestro caso, es el continuo y regular deterioro de una función que pretende representar la voluntad popular. Como  esa voluntad popular no se ve reflejada en la acción de esos diputados, pueden ocurrir acciones como las que el país presenció cuando estuvieron sitiados en el edificio del Ciespal, pues ni el hecho de haber destituido al señor Gutiérrez y de tratar de salvar una maltrecha democracia los libró del repudio ciudadano.

El señor Palacio debe tener presente este sentimiento de rechazo si es que no desea que esta marejada le alcance. El Congreso es fundamental en la vida democrática del país, y ciertamente no es el Congreso –como institución– el que está bajo sospecha. El problema único e insoslayable es el de los diputados.

La autodepuración no los libera de culpa y sus últimas decisiones no hacen más que ratificar lo que la sociedad piensa de ellos. Es tiempo de devolver dignidad y honra a una institución que fue forjada para tenerlas. El señor Palacio ha expresado su voluntad de convocar a una consulta popular. Sin duda ahí está la oportunidad para plantear reformas fundamentales a la Función Legislativa.

El país no puede seguir atado a una politiquería malsana que desprestigia la auténtica acción política. El país exige gente nueva que exprese pensamientos también nuevos y con neta conciencia social. Se impone entonces aquí, como en el caso del Ejecutivo, un saludable e inmediato reemplazo.