Las reglas de la convivencia democrática dicen que Lucio Gutiérrez debía terminar el periodo para el que fue electo, pero las reglas de la convivencia humana exigieron que se fuera antes de tiempo. Es que cuando hay alguien que se convierte en amenaza para la vida de las personas, pasan a segundo plano las disposiciones que se han creado para que nos gobernemos con armonía. Más aún si esa amenaza tiene el poder y los recursos para transformarse en dolorosa realidad, como ocurrió con el ex presidente cuando dispuso el traslado de bandas armadas a Quito.
El problema del Ecuador consiste precisamente en encontrar la forma de hacer converger ambas formas de convivencia, la de los ritos que permiten vivir en comunidad y la de las necesidades cotidianas.

En esta ocasión la contradicción se presentó de la manera más fea y traicionera. En el un lado estaba una ciudadanía que veía cómo se atentaba contra el mínimo, pero imprescindible marco de libertades existente. En el otro lado se destacaba el secuestro de las instituciones destinadas a hacer realidad esas libertades. Las opciones disponibles ante esa situación se reducían a dos, y cada una de ellas equivalía al suicidio en términos democráticos. La primera era ajustarse estrictamente a los principios de la democracia –vale decir a las disposiciones constitucionales– y esperar a que termine el periodo para poder cambiar las cosas de acuerdo con los procedimientos establecidos. La segunda consistía en oponerse al secuestro y a la manipulación de las instituciones, aunque ello significara que en cualquier momento se podía sobrepasar e incluso destruir esos mismos principios y sus procedimientos.

La ciudadanía quiteña escogió el segundo camino y nunca se podrá saber si fue la mejor de las opciones o siquiera el menor de los males. Solamente se sabe que con ello debilitó aún más al ya erosionado régimen democrático ecuatoriano. Pero nadie puede asegurar que el otro camino habría arrojado resultados positivos, especialmente si se recuerda la larga cadena de inconstitucionalidades que venía haciendo el Gobierno, y sobre todo la poca gana que tenía para poner freno a esa carrera desenfrenada de desinstitucionalización. Es fácil suponer que el robustecimiento de esa tendencia habría tenido efectos más desastrosos que los que estamos viendo y de los que veremos en el futuro inmediato. Ese es el supuesto que ofrece todo el soporte para la salida escogida.

La verdad es que se trataba de una disyuntiva tan grave e inmediata que no podía esperar al resultado de análisis sesudos y detenidos. Como suele ocurrir en estos casos, la sociedad prefirió tomarla como una fiesta y fue hacia adelante sin detenerse a mirar cuidadosamente las consecuencias. El festejo nació de ella, aunque el cierre quedó a cargo de políticos y militares. Por todo eso, por la trascendencia de la decisión tomada en el momento de euforia y por la conciencia de la responsabilidad que ella acarrea, se nota que ahora esa misma sociedad ha comenzado a sentir un malestar bastante parecido al chuchaqui del día siguiente.