El paraguayo Augusto Roa Bastos, quien falleció el martes pasado, fue considerado un combatiente de la dictadura, no solo en su novela ‘Yo, el Supremo’, sino también en  su actitud de vida. El tema del poder es reiterativo en su obra.

Augusto Roa Bastos, escritor paraguayo que murió el pasado 26 de abril, a la edad de 88 años, marcó la brillante continuidad del boom latinoamericano con una novela: Yo, el Supremo. Aparecida en 1974, cerca de diez años después de Cien años de soledad, integra esa extraordinaria trilogía sobre el poder dictatorial en América Latina, junto a El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez y El recurso del método de Alejo Carpentier.

Yo, el Supremo es el monumental intento por trasladar al relato esa totalidad que encarna el poder. Lenguaje e historia se vuelven envolventes. La palabra transita los límites de la escritura para dar cuerpo de metáfora a un dictador que transita los límites de la locura y la divinidad.

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Del mismo modo como el dictador trastoca la razón, Roa Bastos trastoca el lenguaje, lo descompone, lo vuelve a inventar, para que la historia vuelva a ocurrir en la narración.

Si bien la historia es la de Gaspar Rodríguez de Francia, la figura culminante de la historia paraguaya del siglo XIX, no deja de ser, además, una evocación de la que fue, a su vez, la figura dominante del siglo XX: el dictador Alfredo Stroessner.

El tema del poder es reiterativo en un autor que pasó décadas de su vida exiliado, a causa de la persecución política.

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“El tema del poder, para mí, en sus diferentes manifestaciones, aparece en toda mi obra, ya sea en forma política, religiosa o en un contexto familiar. El poder constituye un tremendo estigma, una especie de orgullo humano que necesita controlar la personalidad de otros. Es una condición antilógica que produce una sociedad enferma. La represión siempre produce el contragolpe de la rebelión. Desde que era niño sentí la necesidad de oponerme al poder”, declara Roa Bastos.

Para alcanzar en su novela el universo totalizador de la dictadura perpetua, el novelista echa mano a infinidad de recursos, utiliza innumerables materiales, en los límites de la historia y la ficción.

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Recopila una especie de diario privado de Rodríguez de Francia; un pasquín que abre la novela, redactado equívocamente como un testamento que anuncia la muerte del dictador y los rituales solemnes de su enterramiento, y que resume, en esa fusión de la primera y la tercera persona, el carácter abrazador de la tiranía, pasquín que convoca a acabar con la dictadura pero que, se sospecha, fue escrito por el propio dictador para apropiarse también de la oposición (algo similar a lo que ocurre en El otoño del patriarca cuando el dictador echa a circular la noticia de su muerte para descubrir el corazón oculto de sus enemigos); fragmentos de una circular perpetua que es, al mismo tiempo, la historia del país; transcripciones de sus dictados a un tal Policarpo Patiño, escribano e interlocutor del dictador en medio de su soledad.

Textos a medio quemar, dictados, dicterios y decretos, declaraciones de sus enemigos, aparecen en sus páginas.

El afán totalizador del texto invade incluso la puntuación. Conviven distintas voces, distintos tiempos porque el presente y la memoria se funden también, ocurren simultáneamente.

Sometido por su padre a una educación intolerante y partícipe en la cruenta guerra del Chaco en la década de 1930, Roa Bastos vivió la experiencia de la intolerancia y la violencia del poder. La escritura se convertiría, para este autor, en el intento por recuperar su propia dignidad.

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Yo, el Supremo, afirma Roa Bastos, tiene en la cultura guaraní una razón para ese tratamiento dialogante del libro, esa especie de diálogo infinito que encarna Rodríguez de Francia con el escribano Patiño: el carácter oral de una cultura.

“Es una reflexión de las tradiciones culturales del Paraguay, una expresión de la oralidad del guaraní. Porque en el guaraní la palabra es fundamental. Toda creación en el cosmos guaraní se relaciona con la palabra.  Mi necesidad, mi rebeldía como escritor, era levantarme contra los relatos establecidos. El escritor registra la palabra, pero no necesita entregarla como si esta fuera la que tiene el mando. Lucho contra la palabra misma. Así, en Yo, el Supremo, procuré inventar una forma trascendental de escritura, una metaescritura”.

Augusto Roa Bastos comienza con una colección de cuentos: El trueno entre las hojas, en 1953; pero verdaderamente inicia su trayectoria narrativa con la novela Hijo de hombre (1960), a la que seguirían Yo, el Supremo (1974), Vigilia del almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1995), Madame Sui (1996), Los conjurados del quilombo del Gran Chaco (2001) y Un país detrás de la lluvia (2002). A más de Trueno entre las hojas tiene otros dos libros de relatos: El baldío (1966) y Madera quemada (1967), y un notable libro en los bordes de la antropología: Las culturas condenadas, en el que Roa Bastos recupera materiales de la tradición cultural guaraní.