Moverse y vivir
Estoy en una fiesta de San Juan, con barracas, tiro al blanco, comida casera. Lo único que llama la atención es que, desde determinado ángulo de la fila de casas de dos pisos, podemos ver los edificios más altos del mundo; la fiesta del interior tiene lugar en pleno Nueva York.

De repente, un payaso comienza a imitar todos mis gestos. La gente se ríe, y yo también me divierto. Al final, lo invito a un café.

“Comprométete con la vida”, dice el payaso. “Si estás vivo, tienes que sacudir los brazos, saltar, hacer barullo, reír y hablar con la gente, porque la vida es exactamente lo contrario de la muerte.

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“Morir es quedarse siempre en la misma postura. Si estás quieto mucho rato, no estás viviendo”.

El ratón y los libros
Cuando estaba internado en el Sanatorio Dr. Eiras, comencé a tener crisis de pánico. Un día, decidí consultar al psiquiatra encargado de mi caso:

“Doctor, el miedo me domina, me quita la alegría de vivir”.

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“Aquí en mi consultorio tengo un ratoncito que se come mis libros”, dijo el médico. “Si me desespero con él, se esconderá de mí, y no haré otra cosa en mi vida más que intentar cazarlo. Por lo tanto, pongo los libros en un lugar seguro, y le dejo que roa algunos otros.

“De esta manera, él sigue siendo un ratón y no se convierte en un monstruo. Tenga miedo de algunas cosas y concentre en ellas todo su miedo, para así tener valor en el resto”.

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En el aeropuerto
“Vivir consiste en estar al mismo tiempo preparado para decir adiós”, dice un amigo mío mientras esperamos otro vuelo lleno de escalas. “Sin embargo, la Naturaleza es sabia. Cura el alma del mismo modo que cura el cuerpo”.

“Pasamos por tres etapas en la enfermedad del adiós. La primera es la negación: esto no es verdad, ¡no puede ser!

“Después viene la desesperación, la revuelta: esto no debería haber sucedido, ¡yo siempre he dado lo mejor de mí!

“Finalmente, viene la aceptación: si vivimos cada una de estas etapas, sin vergüenza, sin intentar acortar el camino, la Naturaleza se encargará de cerrar la herida. Pero necesita el mismo ingrediente que hace falta para curar los males del cuerpo: tiempo”.

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Realmente, tengo amigos muy sabios.

El amigo y el mendigo
Y, hablando de amigos sabios, recuerdo que hace muchos años, en una época de profunda negación de mi fe, estaba con mi mujer y una amiga en el Bajo Leblon, Río de Janeiro. Habíamos bebido un poco, cuando llegó un viejo compañero que había vivido con nosotros los locos años 60 y 70, y que después entró en un seminario. Se puso a hablar de Jesús, y nosotros bromeábamos sobre todo lo que decía.

Cuando salimos del restaurante, una de las personas que estaba conmigo señaló a un niño que estaba durmiendo en la acera.

“¿Ves de qué forma se preocupa Jesús por el mundo?”, dijo ella.

“Claro que lo veo”, respondió él. “Él ha puesto a ese niño allí y se ha asegurado de que lo veas, para que puedas hacer algo”.

Aquella frase fue el inicio de mi regreso a la búsqueda espiritual.