Con esta presentación, la Sinfónica de Guayaquil, que dirige el maestro armenio Davit Harutyunyan,  abrió su temporada de conciertos 2005.

Ludwig van Beethoven (1770-1827) vivió toda su vida artística en Viena. A pesar de esto, siempre estuvo pendiente de los acontecimientos políticos que sucedían en Europa, especialmente en Francia, que desde 1789 estremeció al mundo con su Revolución y la declaración de los Derechos Humanos.

Musicalmente, también se produjeron cambios, ya no se componía para la aristocracia sino para el nuevo amo, el Estado. Se empezó a escribir  himnos, marchas, sinfonías y odas de júbilo donde se podían  expresar los sentimientos del pueblo entero.

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Beethoven, siguiendo los acontecimientos revolucionarios con apasionado interés, halló inspiración en los franceses Cherubini y Méhul, renunció definitivamente a los patrones aristocráticos de sus predecesores Haydn y Mozart. Rellenó el molde de las sinfonías con un contenido tremendo y nuevo, basado en los pensamientos grandiosos y heroicos.

Este nuevo contenido desbordaba los límites de la sinfonía clásica. De esta manera, amplió y profundizó la sinfonía apareciendo una nueva forma de grandeza monumental. Y esta grandeza auditiva pudieron trasmitir al público la Orquesta Sinfónica de Guayaquil, los solistas y los coros dirigidos por el maestro Davit Harutyunyan, la noche del pasado viernes  en el Teatro Centro de Arte.

Desde el primer movimiento hasta el tercero, la nota de triunfo y militarismo fue la tónica principal. La interpretación no solo musical sino también histórica que le dio el director armenio a la sinfonía, refleja el profundo trabajo que ha realizado durante meses con la orquesta. Condujo a sus músicos con armonía, ritmo y afinación, aunque a ratos se notaba una que otra falla en lograr la igualdad.

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Sin embargo, la  conducción de la orquesta en general fue firme y a veces hasta sutil como en el tercer movimiento cuando por turno, primero los violonchelos, luego las violas y después los violines y los vientos,   fueron preparando al auditorio -que estuvo abarrotado de público– para la llegada del movimiento último,  que es clave en la Novena Sinfonía por su mensaje de democracia y de fraternidad.

Y digo esto porque Beethoven, durante toda su vida estuvo meditando la forma como plasmar la Oda a la alegría del poeta Schiller.  Escogió una sencilla canción tradicional, una simple tonada de semicorcheas para que todo el mundo pudiera canturrear, como el elemento más apropiado para el  final de su obra culminante, un tema casi trivial, considerado en términos de alto arte sinfónico, pero que se convierte en grandioso, cuando se consideran  los términos del propósito para el que Beethoven lo destinó.

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Un propósito que trascendía a todo lo que hasta entonces habían permitido los vínculos sociales de la música,  propalar el mensaje de fraternidad, de alegría, de  lucha, de unidad, entre toda la humanidad y haciéndolo de forma que el que pudiera oírlo lo  comprendiera  y lo cantara.

En el cuarto movimiento hay que destacar la participación del bajo barítono  Konstantin Simonian, la declamación fue muy virtuosa, motivando de esta manera a que la entrada de los tres coros –el mixto Ciudad de Quito, el  Pichincha y el de la Universidad Católica–  lograra darle ese carácter de monumentalidad a la suprema obra.

Es necesario destacar también la actuación brillante de la mezzosoprano Lídice Robinson, quien con su bel canto intensificó la expresión del mensaje fraternal entre los cientos de asistentes. No así los otros solistas: el tenor y la soprano que dejaron notar que les falta mucho por dominar la voz dentro de un escenario lleno de músicos,  coros y público;  es decir, el volumen de la voz fue frágil y apagado.  En pocas palabras, puliendo un poco más algunos detalles tanto en las voces como en algunos músicos, fue un estreno de gran relevancia para Guayaquil la Novena Sinfonía de Beethoven.