La vi por televisión, menuda, morena, hermosa, con una voz tersa y muy firme, como si de repente sus catorce años fueran una mentira, como si súbitamente le hubieran crecido los años y en ese cuerpo rebelde y tierno de adolescente inconforme habitara un ser distinto, no la niña de ayer, sino la mujer del mañana, la que todas queremos y soñamos ser. La vi por televisión y me recordó a mi hijo y, como nos ocurre a todas las mujeres que tenemos el privilegio de ser madres, me sentí inmediatamente identificada con ella, mirándola como si fuera mi hija y también mi maestra a través del espejo límpido del afecto. María Soledad Chávez Revelo fue una más de los miles de jóvenes que salieron a las calles a protestar contra las jactancias y la locura de un hombre que aún creía ser presidente de este país cuando los pilares de la credibilidad y la confianza hace meses se habían derrumbado. María Soledad, con una conciencia precoz y con la imprudente cordura del adolescente que quiere devorar el mundo, se sintió omnipotente, se sintió poderosa y creyó que el dictador y sus sicarios, que la policía corrupta que brindó protección a los grupos de choque traídos por Gutiérrez y que la vieja y podrida clase política temblaría ante la potente presencia de los jóvenes forajidos y respetaría sus vidas, sus sueños, sus ideales. María Soledad jamás creyó que la represión policial sería tan excesiva que dejaría tres muertos, decenas de heridos y que su almendrado ojo izquierdo que la llevó a ser elegida la reina de deportes de su colegio estallaría abruptamente por efecto de una bomba de gas lacrimógeno lanzada brutalmente contra su rostro. María Soledad gritaba contra el dictador, pero también contra la clase política corrupta responsable de que el país llore cada día su desventura.
Gritaba que se vayan todos pero su grito se lo ha llevado el viento. María Soledad ofrendó un ojo, un ojo con el que ella ya no podrá mirar el horizonte de cerros nevados del hermoso Quito, ni mirarse a través de los ojos de su pelado Jorge con el que está amarrada.

Cuando acaben los flashes, las cámaras, las entrevistas, ¿quién recordará tu hidalguía, tu coraje, tu valor, mi querida Sole? Cuando la cuenca vacía de tu ojo izquierdo te recuerde esta historia, ¿existirá un cambio, un viraje, una refundación que justifique esta enorme ofrenda? ¿Merecerán Abdalá, Lucio Gutiérrez, los diputados de alquiler y los taimados, el sacrificio de tus bellos ojos? ¿Lo merecerá esa clase política que se autodepura cambiándose de máscaras y vistiéndose ostentosamente de blanco?
Cuántas intrigas, estratagemas y ríos oscuros beben de tu gesto hermoso. Cuánto provecho sacarán de tu pureza. Solo una madre, alumbradora, pastoreadora de vida, conoce la estatura de tu entrega, por eso comprendo a la tuya cuando expresa confidente a un diario quiteño que “la Sole está como si nada; pero yo estoy destrozada”.

Si este movimiento ardoroso de los jóvenes, si tu férrea vigilancia sigue de pie, María Soledad, si con eso se recobra una onza de fe, una gota de confianza en el país, si algo empieza a crecer desde la semilla de una nueva ciudadanía, tu bello ojo izquierdo, aquel que iluminaba tu rostro de manzana, no habrás perdido en vano, mi querida Sole.