Aprendimos a conjugar yo soy, luego yo he. El líder del primer grupo nos permitió decir en el parvulario: “amo a mi mamá”; mas, cambió pronto el panorama. El corazón se nos salió del pecho un día cualquiera por una niña que ni siquiera tenía senos sino cabello largo, mirada de café tibio, cielo extraviado. El primer beso fue como si el mundo se hubiese volcado. Atrapamos los diez años como quien pesca sarampión: granos en la cara, voz que no se decidía entre ángel y demonio, fenómenos raros a flor de piel o en profundidad, preguntas sin respuestas, deseos de volar más allá de la triste realidad.

Nos hablaron de “la edad del burro”, metáfora ofensiva para aquellos mamíferos cuyos enormes ojos destilan miel y mansedumbre. Nos volvimos rebeldes al estrellarse los sueños en paredes anodinas. Las chicas puntualizaron cuotas de la sangrienta deuda.
Los adolescentes experimentaron su novedosa turgencia. Miraron a sus padres con ojo crítico. Brotó una incipiente barba. Como clarinada, el corazón lanzó sus punzadas. Las lágrimas dejaron de ser agua para convertirse en rabia represada.

No hay romance de primavera que no conozca el llanto. La vida nos enseña luego a sortear el capricho de las cuatro estaciones. El verano durará hasta los sesenta si tenemos suerte. El otoño nos hallará más tranquilos siempre que no surjan resacas de primavera con pasiones atravesadas. El invierno, última etapa, puede llegar a ser dulce como la proximidad del sueño, la indulgencia frente a los excesos. Tenemos que pasar entre gotas de lluvia, capear enfermedades, eludir accidentes. Caen alrededor amigos nuestros, familiares entrañables. Los diarios hablan de cáncer, guerras, delincuencia, balas perdidas. Las casas enrejadas lucen como fortalezas; aparecen neologismos como “secuestro express”. Nuestra vida puede culminar en la cajuela de un auto, al pie de un semáforo. Nuestros zapatos, el teléfono portátil, suelen convertirse en motivos de asalto.

Seguimos el féretro de algún conocido, convencidos de que los demás se van, que el plazo nuestro es largo todavía. Lo único que nos mantiene vivos es el amor. Más envejecemos, más lo necesitamos, con sus accesos de ternura, su repentino desborde, su forma de violar el pudor de nuestros ojos para extraer tristeza dulce en la que naufragan sueños inconfesables. Entonces amamos, nos aferramos al invencible anhelo de sembrar en otra vida raíces del nuevo sueño. La fulguración del sol se apacigua para proteger nuestros ojos. El mar engulle aquella hostia roja como si fuese sacrilegio. El mar se sonroja. Rehacer el amor es tejer con rayos de luna sueños que se deshilachan durante el día, volver a tejer cada noche, saboreando sin más el tiempo que transcurre.

La encrucijada final culmina en Dios o no va a ningún lado. Quienes, además del amor, llevan la fe a cuestas, gozan de gran suerte. Lo demás es un breve sueño. Hay seres que administran su existencia con cordura, otros se desintegran en el incendio de su propio corazón. Los más dulces van cogidos de la mano, paso vacilante, cuidándose el uno al otro, muriendo en el intento.