Hoy, en diversas ciudades del país, gremios y obreros efectúan marchas y asambleas para rendir homenaje al  Día Universal del Trabajo.
En esta fecha se recuerda la efeméride del 1 de Mayo de 1886, cuando obreros de Chicago, en EE.UU., se volcaron a las calles en unión de sus familias para exigir respeto a sus derechos, entre ellos la reducción de la jornada diaria laboral a ocho horas.

En Ecuador, en 1915 se dispuso por decreto presidencial que se rinda tributo al trabajo en esa fecha.

Decenas de comerciantes duermen en los alrededores del mercado de la explanada de Gómez Rendón para iniciar su labor desde las 03h00, mientras que en las esquinas y otros sitios de Guayaquil los menores enfrentan una lucha diaria de supervivencia.

Publicidad

Son las 23h45 de un miércoles y las oscuras calles que rodean al mercado de la explanada Gómez Rendón comienzan a cobrar vida. El chillido de las llantas y el sonar de los motores de las camionetas, con cajón de madera, interrumpen la tranquilidad del sector.

Esos vehículos llegan como si se tratase de una competencia, cuyo premio es coger los primeros puestos. Se trata de los fleteros que cada noche llegan a la zona, cargados de productos desde la Terminal de Transferencia de Víveres, ubicada en el sector de Montebello, en el norte de la ciudad, para abastecer a la explanada Gómez Rendón.

En pocos minutos, unas 180 camionetas ya se han estacionado una detrás de otra en ambos carriles de las calles Calicuchima y Lizardo García. Al mismo tiempo llegan caminando cargadores y comerciantes minoristas, la mayoría de la Sierra. Todas estas personas, involucradas en la actividad del mercado, a medida que llegan ocupan un lugar en las veredas y portales de la zona. Es la misma gente que antes se veía  en la zona de Pedro Pablo Gómez y que desde hace cuatro meses fue reubicada por el Municipio.

Publicidad

Hombres y mujeres, como si no les causara estragos los mosquitos, el calor, la dureza del cemento y a veces la lluvia, sacan cartones o periódicos que se convierten en sus colchones para reposar. Así esperan las 03h00 hasta que se abran las puertas del mercado para comenzar a introducir sus productos.

“Al comienzo, a los vecinos les molestaba nuestra presencia, pero con el paso de los meses algunos han comprendido que no tenemos culpa y que somos padres que vivimos de este trabajo”, dice un quevedeño grueso de baja estatura, recostado en el portal de la casa esquinera de Calicuchima y Babahoyo.

Publicidad

“Antes, el dueño de casa nos apagaba la luz, pero ahora nos deja nomás prendidito el foco del portal”, interrumpe un conductor de unos 60 años, que está sentado y apoyado en el pilar de esa vivienda. Prefiere no dar su nombre “para evitar problemas con los municipales”.

Estas opiniones las comparte Rosalinda Mackenzie, habitante de la zona, quien al inicio se quejaba por la bulla pero luego vio una oportunidad de hacer dinero con la presencia de ellos y puso un negocio de comidas, que le va bien, dice.

Cerca al quevedeño y la moradora están otros 20 comerciantes que descansan en el portal. La mayoría utiliza sus zapatos como almohada.

Pero esa esquina no es la única que se ha convertido en un dormitorio callejero, también lo son los baldes y cabinas de las camionetas y todas las veredas de la zona, especialmente la que da a la pared del edificio del denominado Correccional de Menores.  Allí, en medio de la penumbra, se ve una larga hilera de cuerpos y se escuchan ronquidos.

Publicidad

Otros, en cambio, no se dejan vencer por el sueño y “matan el tiempo” entre bromas y conversaciones, especialmente sobre los precios de los víveres y sus deudas. Algunos se sorprenden de la presencia de un equipó de este Diario y comienzan a susurrar en idioma quichua. Varias mujeres, a su vez, ganan tiempo quitándole las cáscaras a sus habas, choclos y arvejas.

Mientras, esas oscuras veredas  son recorridas por Hugo Torres, quien ofrece café o agua de hierbaluisa caliente con empanadas a 30 centavos. “Ya tenemos dos años en este negocio con mi esposa”, dice el hombre, quien -como todas las noches- ha dejado a sus cuatro hijos durmiendo en su casa ubicada en Fertisa, en el sur de la ciudad.

Al igual que Torres, otras personas han instalado sus carretillas de comida. Los únicos platos que se venden, por ser los más apetecidos, son: encebollado, guatita y papas, maní y cuero. Los precios van desde los 60 centavos hasta 1 dólar. “Y no se puede cobrar más caro porque no pagan más”, dice Nancy Quishpe, mientras sirve unas papas con cuero al  comerciante  Manuel Tenesaca.

“Mis clientes son costeños, a los de la Sierra no les gusta el encebollado”, señala; en cambio, Antonio Pincay, quien tiene una carreta. Son las 02h30 y el hombre está de buen humor, pese a que ve a dos de sus tres hijos que dejaron la escuela por apoyarlo a trabajar en la madrugada vendiendo vasos de cola.

Y, así transcurre la lenta espera, mientras por las calles recorren camionetas del Municipio, de la Comisión de Tránsito del Guayas y de la Policía que vigilan para que no se presenten problemas.

Pero cuando llegan las 03h00  el ritmo se acelera. Otra vez invaden la zona el sonar de motores, pitos, llantas y voces. Y es que a  esa hora ha comenzado la tarea de abastecer el mercado por la puerta que da a la calle Abel Castillo.

En ese sector, Torres y otros vendedores comienzan a recoger sus carretillas para volver a la noche siguiente a atender a sus clientes: la gente del mercado.