Para obrar lo extraordinario, Dios se sirve de ordinario de una mediación humana: de mí para entregarse en la Sagrada Eucaristía, por ejemplo; de un Obispo para cambiar a un pecador en sacerdote, y de los Cardenales, de los menores de ochenta, para elegir al nuevo sucesor de Pedro.

En los casos mencionados, aunque intervengan uno o varios hombres, lo que resulta es un obrar de Dios: es Él quien se ha ocultado sobre el pan transustanciado, es Él quien ha ordenado sacerdote a fulanito, y es Él quien ha escogido al nuevo Papa. Por eso hace unos días hemos dicho, con la extrañeza de algunos, que el Espíritu Santo ha nombrado Vicario de Cristo, al cardenal Joseph Ratzinger.

Es esta una verdad que llena de consuelo y de seguridad. Pero es una verdad que nos exige. Porque tener ya un nuevo Vice-Cristo (o en expresión de Santa Catalina, un nuevo “dolce Cristo in terra”) lejos de llevarnos a desentendernos sobre su persona e intenciones, nos obliga a ayudarle con nuestra oración y nuestros sacrificios.

Publicidad

Nos lo pedía a gritos Benedicto XVI, en la homilía de la Eucaristía con que comenzó el pasado 24, su tarea de Pastor Universal: “Queridos amigos –suplicaba– en este momento solo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros”.

Es importante que pidamos siempre por el Papa y por sus intenciones. Pero quizás es más urgente cuando el Papa debe comenzar a caminar delante del rebaño. Pues aunque siempre cuente con la ayuda soberana del Espíritu Santo, este Espíritu Divino cuenta con nosotros –como contó con los señores Cardenales electores– para que el Papa acierte en sus primeros pasos.

Es muy duro lo que espera al Papa. Es muy duro porque “la Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, ha de rescatar a los hombres del desierto, y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el hijo de Dios, hacia aquel que da la vida, y la vida en plenitud”.

Publicidad

Y resulta que los áridos desiertos, tanto los exteriores como los interiores que los causan, se han multiplicado en este mundo. “Hay muchas formas de desierto –nos enseñó el Pontífice flamante-: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado; el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre”.

Hemos de ayudar al Santo Padre -nos lo pide el Espíritu Santo- en su labor de conducir la grey hacia Quien da la vid.