Cierto es que ya no hay manifestantes en las calles y que las primeras decisiones del nuevo Gobierno han traído algo de tranquilidad, pero no ocurre lo mismo con el Congreso, empeñado no en abordar los cambios de fondo que el país requiere, sino en repartirse las instituciones del Estado y en perseguir de manera arbitraria a sus opositores políticos.

¿Acaso los diputados de la antigua mayoría oficialista son los únicos que rompieron la Constitución? ¿Por qué solo contra ellos se ha aplicado la llamada autodepuración?
¿Acaso los únicos partidos que interfirieron en la función Judicial son los que hasta ayer gobernaban? ¿Acaso la Fiscalía General tiene atribuciones para dictar órdenes de prisión contra los rivales de esta nueva mayoría? ¿Acaso la Constitución permite que se conformen cortes especiales que mañana podrán ser manipuladas?

La destitución de Lucio Gutiérrez tuvo aristas que se debatirán por mucho tiempo, pero hay algo que debería estar fuera de discusión: el país no quiere que las cúpulas políticas sigan actuando a su antojo, y les exige que se ciñan a la ley y a la Constitución. Mientras eso no ocurra, la fiebre habrá bajado, pero el cáncer que afecta a las instituciones seguirá creciendo incontenible.