Allí, en el lenguaje, me parece, comenzó y acabó el régimen de Lucio Gutiérrez.
Aquel que se definió en su discurso inaugural como un esquizofrénico ideológico: soy de derecha y de izquierda al mismo tiempo, se despidió del país acuñando aquel término que dio identidad a la revuelta contra su poder: forajidos.

¿Acaso hay una correspondencia entre el agotamiento del lenguaje y el agotamiento de un sistema político?

Lucio Gutiérrez llegó con una doble herencia de su pasado militar: primero, el hábito del secretismo que hacía que la ausencia de palabras, de palabras dichas, de verdades reveladas, se volviera como un bumerán contra el régimen. Aquel que tanto hablaba, confundía las versiones cuando se trataba de abordar algún escándalo mantenido en secreto. Y segundo, esa concepción del otro, de la alteridad, en términos de violencia, presente en el lenguaje y reflejado en la política de eliminar al contrario.

¿Cómo respondió la estrategia de comunicación del Gobierno? Enredando aún más los malentendidos, argumentando que las palabras presidenciales habían sido tergiversadas por los medios de comunicación o sacadas de contexto. Hasta que los voceros del régimen se convirtieron sucesivamente en una especie de ventrílocuos, reinterpretando el discurso presidencial.

Frente a ello, unos medios de comunicación habituados a convertir en hechos las declaraciones públicas con todos sus exabruptos y sus equívocos, encontraron en Gutiérrez y su desastrosa relación con la palabra, el caldo de cultivo para ir construyendo imperceptiblemente la oposición y el desprecio al régimen. Particularmente en el caso de la televisión, que desde los inicios se rasgó las vestiduras con la chabacanería del lenguaje oficial. Parecía que los periodistas gozaban, se solazaban en las expresiones burdas, confusas, equívocas de Gutiérrez. Los paneles de televisión se convirtieron en auténticos episodios de caza a la liebre que huía por entre el bosque del lenguaje, tropezándose, descubriéndose, traicionándose, buscando ocultarse en la sombra de las palabras, para finalmente entregarse a los entrevistadores, para acabar capturado por las palabras.

Lo que en un caso como Velasco Ibarra puede ser pasión, en Abdalá Bucaram espectáculo, en Gutiérrez era puramente estereotipo, incapaz de levantar la menor polvareda. Discurso gris, cansino, repetitivo, que develaba un régimen gris, cansino. Carácter repetitivo del discurso que les traicionaba a Gutiérrez y a sus colaboradores, pues detrás de la repetición era posible percibir la falsedad, que proyectada a sus actos, creaba desconfianza, sospecha. La expresión populista repetida constantemente hasta convertirse en lugar común, podía ser leída como el testimonio de un gobierno de lugares comunes, de latrocinios comunes, de corrupciones comunes.

Las inflexiones del gesto o de la voz nunca coincidieron en Gutiérrez con el sentido de las palabras. Existía allí una dislexia, una descoordinación que imperceptiblemente iban dejando la sensación de que, en esa ruptura entre el gesto y el sentido de las palabras, se ocultaba una incapacidad, una descoordinación con los procesos sociales, políticos, económicos.

Finalmente fueron las palabras las que acabaron construyendo su caída. Y un emisor de palabras, una estación de radio, La Luna, se convirtió en el escenario en el que se fue fraguando la revuelta a partir del lenguaje.