A veces me sorprendo a mí mismo con los hombros encorvados; y siempre que estoy así puedo estar seguro de que algo no va bien. En ese momento, incluso antes de buscar qué es lo que me incomoda, procuro cambiar mi postura, hacerla más elegante. Al ponerme de nuevo en posición erecta, me doy cuenta de que este simple gesto me ayuda a tener más confianza en lo que estoy haciendo.

A menudo se confunde la elegancia con la superficialidad, la moda, la falta de profundidad. Grave error: el ser humano necesita elegancia en sus acciones y en su postura, porque esta palabra es sinónimo de buen gusto, amabilidad, equilibrio y armonía.

Hay que tener serenidad y elegancia para dar los pasos más importantes en la vida. Evidentemente, no hay que volverse loco, preocupado a todas horas con la forma en que movemos las manos, nos sentamos, sonreímos, miramos a nuestro alrededor. Pero es bueno saber que nuestro cuerpo habla una lengua, y que la otra persona, incluso de forma inconsciente, está entendiendo lo que decimos más allá de las palabras.

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La serenidad viene del corazón. Aunque muchas veces lo torturen pensamientos de inseguridad, él sabe que, a través de la postura correcta, puede volver a equilibrarse. La elegancia física, a la cual me estoy refiriendo en este artículo, viene del cuerpo, y no es algo superficial, sino el modo que encontró el hombre para honrar la forma en que pone los pies en el suelo. Por eso, si a veces sientes que tu postura te está incomodando, no pienses que es falsa o artificial: es verdadera porque es difícil. Hace que el camino se sienta honrado por la dignidad del peregrino.

Y por favor, nada de confundirla con la arrogancia o el esnobismo. La elegancia es la postura más adecuada para que el gesto sea perfecto, el paso sea firme, y tu prójimo sea respetado.

La elegancia se alcanza cuando se descarta todo lo superfluo, y el ser humano descubre la simplicidad y la concentración: cuanto más simple y más sobria sea la postura, más bella será.

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La nieve es bonita porque solo tiene un color, el mar es bonito porque parece una superficie plana. Pero tanto el mar como la nieve son profundos y conocen sus cualidades.

Camina con firmeza y alegría, sin miedo de tropezar. Todos los movimientos están acompañados por tus aliados, que te ayudarán en lo que fuera necesario. Pero no olvides que también el adversario está observando y conoce la diferencia entre la mano firme y la mano trémula: por lo tanto, si estás tenso, respira hondo, piensa que estás tranquilo, y, por uno de esos milagros que no sabemos explicar, la tranquilidad en seguida se instalará.

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En el momento en que tomas una decisión y la pones en marcha, procura revisar mentalmente cada una de las etapas que te llevó a preparar tu paso. Pero hazlo sin tensión, pues es imposible tener todas las reglas en la cabeza: y con el espíritu libre, a medida que revisas cada etapa, te darás cuenta de los momentos más difíciles, y de cómo los superaste. Eso se reflejará en tu cuerpo, así que ¡presta atención!

Estableciendo una analogía con el tiro con arco, muchos arqueros se quejan de que, a pesar de haber practicado durante años el tiro, la ansiedad hace que todavía se les dispare el corazón, les tiemble la mano y les falle la puntería. El arte del tiro hace que nuestros errores sean más evidentes.

El día que no tengas ganas de vivir, tu tiro será confuso, complicado. Verás que estás sin fuerza suficiente para estirar al máximo la cuerda, que no consigues hacer que el arco se curve como debe.

Y esa mañana, al ver que tu tiro es confuso, intentarás descubrir qué es lo que provocó tamaña imprecisión: eso te obligará a enfrentarte a un problema que te incomoda, pero que hasta ese momento estaba oculto.

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Descubriste ese problema porque tu cuerpo estaba más envejecido, menos elegante. Cambia de postura, relaja la frente, estira la columna, haz frente al mundo a pecho descubierto; al pensar en tu cuerpo, también estás pensando en tu alma, y una cosa ayudará a la otra.