Cuando un presidente o político ha burlado y traicionado de manera insolente y descarada la voluntad popular siempre nos hemos quejado: ¡Pobrecitos nosotros! ¡Lo que nos hacen. Qué malos!

Ríos de tinta han derramado analistas y consumido horas de transmisión por radio o televisión con programas especiales. El pueblo, expresado en la voz de los taxistas o de cualquier manifestación pública, se ha quejado y protestado también.
Gritos, lamentos, suspiros y resignaciones. Pero, como reza el adagio popular: del dicho al hecho hay mucho trecho. De la queja, de la protesta, del lamento no habíamos pasado, al menos de la manera como se lo ha hecho ahora. En los anteriores levantamientos populares siempre, de forma evidente, había unos partidos, unos caciques, algunos líderes políticos manipulando detrás de las cortinas. Siempre terminaba alguien hablando lo mismo, repitiendo los mismos discursos gastados y rutinarios de siempre con los que buscaban hipnotizar y engatusar a las masas.

Ahora hemos asistido sorprendidos, expectantes, perplejos a un levantamiento popular en que los únicos y auténticos protagonistas han sido los ciudadanos, los hombres y mujeres del montón, el hombre y la mujer comunes y corrientes que van en bus, que asisten a su trabajo y que se ganan la vida con el sudor de su frente. Aquellos a los que nunca se les ve la cara en los diarios o la televisión, pero que son las bases, los cimientos del país oculto y honrado.

Quito dio la cara por toda la nación, mostró que aún existe dignidad y que hay esperanzas, que el ciudadano empieza a hacer respetar sus derechos, que es el único y auténtico mandatario y que así como otorga su poder y su confianza mediante el voto, así también los quita, aunque sea a las bravas. Mostró que no es soso ni inerme ante tanto atropello y que de ahora en adelante los malos políticos, aquellos que se prostituyen al mejor postor, deben de andar con mucho cuidado, poner las barbas en remojo, porque el pueblo indignado es un huracán terrible que puede arrancarlos de raíz.

Ha sido una revuelta ciudadana original y creativa en la que veíamos a hombres, mujeres y niños y especialmente a los jóvenes, imbuidos de civismo y de espíritu libertario, gritar consignas alegres, jocosas pero lapidarias, afrontar valientemente las bombas, seguir adelante hasta hacer sentir al dictador de todo lo que es capaz un pueblo hastiado de tanto atropello y tanta jactancia.

Mostró también cómo un medio de comunicación, radio La Luna, al sintonizarse con las demandas populares y prestar sus micrófonos a la gente del montón, puede convertirse en el corazón mismo de la democracia. Y empezó a dibujarse en el imaginario popular un dedo enorme, consecuente, alertador que advierte, previene y persigue al actual presidente Alfredo Palacio, a la vieja clase política, a los diputados de alquiler que se esconden temerosos y cuyo descaro nadie soporta, ¡que se cuiden, que anden con mucho cuidado, que gobiernen y legislen a favor del pueblo, que cumplan con su deber o si no les espera un poco de la medicina que los movimientos ciudadanos administraron tan sabiamente a Gutiérrez!