La enseñanza es esta: el poder no es para siempre.

Y tampoco pertenece a quien lo ejerce, sino a aquel a cuyo nombre actúa.

Ellos no lo creyeron.

Ellos pensaron que su cargo era un privilegio vitalicio que les había sido conferido para que hicieran uso de él a discreción.

Y así, burla burlando, se arrellanaron en sus sillones y empezaron a administrar la cosa pública como un asunto privado, repartiendo las canonjías entre sus parientes más íntimos, sus amigos y conmilitones.

Confundieron su función con la de cualquier capataz y pretendieron gobernar pisoteando la Constitución, las leyes, la ética, y hasta las más elementales normas del sentido común.

Ahí estaban ellos, en un continuo, incesante goce de sus privilegios, que soñaban perpetuarlos con la reelección interminable de su líder, un fantoche ante quien en público vitoreaban sus mentiras y en privado planeaban sus trapacerías.

Uno, lenguaraz, abusivo y prepotente, pregonaba la propiedad de “sus” indios, a quienes bastaba un grito para que bajaran de los páramos y llegaran en tropel a la ciudad como fuerza de choque, a cambio de un puñado de maíz.

Otra, de cuerpo cimbreante, ampuloso escote e incontenible verborrea, se pavoneaba oronda de su inclusión en el jet-set y, con la misma liviandad con que organizaba un torneo de belleza para beneficio de su amigo Triumph, aceptaba alegremente los lineamientos de sus socios mayores del TLC, cuya firma se convertiría en una fiesta interminable, llena de ese glamour que tanto le gustaba.

El de más acá, siempre sumiso a los intereses del imperio, se quemaba las pestañas ante el nuevo diseño del uniforme con que los diplomáticos entrarían a jugar en las ligas mayores, mientras ordenaba la fabricación de una limusina sobre la cual pasearía su vanidad y su arrogancia.

El de allá, mostraba su puño en el Congreso como su mejor arma para acallar la voz de los opositores, al tiempo que dirigía la firma de los contratos petroleros con cláusulas no escritas que le beneficiarían a él y a sus cuarenta compinches.

El otro hacía alarde de su hombría y bebía el agua envenenada de una laguna que sufrió el impacto de un derrame petrolero, sin inmutarse. Con una grandilocuencia ridícula y obscena, se abría la camisa y gritaba, desaforado, “¡mátenme, mátenme”, mientras convertía en arma política las deudas a los acreedores de la banca y, magnánimamente, las perdonaba a sus aliados momentáneos.

¿Dónde andarán ellos ahora? ¿En qué oscuro escondrijo se habrán metido para evitar hacer lo que nunca imaginaron: rendir cuentas? ¿Dónde andarán ellos, y los otros como ellos que creyeron ser inmunes? ¿Dónde?

¿Y dónde pensarán los diputados de alquiler gozar del dinero que obtuvieron tras negociar cada uno de sus votos? ¿Dónde?

Porque todos ellos tenían la certeza que el poder les había sido conferido para siempre.

Y que de su ejercicio no tendrían jamás que rendir cuentas.