Cuando se entusiasman con una película, los australianos están poseídos por el mismo síndrome de la oscarización que invade todos los años el cine de EE.UU. En el 2003, el filme que arrasó los premios del Instituto Australiano de Cine –nada menos que ocho, incluyendo mejor película, mejor director y mejor actriz– no parecía salir de ese inmenso país, pues su título era Japanese story (Cuento japonés). Por obra y gracia de algún desatinado publicista la película ha llegado a nuestras costas con el estúpido nombre de La historia infiel. Aquí yo voy a olvidarme de eso y a referirme siempre al original: Japón tiene un significado que importa mucho en esta agridulce visión de la directora Sue Brooks sobre una pareja proveniente de culturas lejanas que enfrenta un inesperado percance en las desérticas planicies australianas.

Esta recóndita love story nunca es enfocada de la manera tradicional. Más bien, su directora quiere alertarnos en las ambiguas facetas de una relación que empieza totalmente incomunicada. En esto hay elementos humorísticos inicialmente, pero la película nunca pretende ser un entretenimiento ligero, porque lo que importa a la Brooks es precisamente ese mundo secreto que se esconde detrás de cada ser y de cada cosa. Cuando uno aprende a percibir lo desconocido y a aceptarlo como parte de nuestra propia experiencia, este Cuento japonés puede ser también la lección de toda una vida.

Quizás por esto Sue Brooks penetra diferentes capas psicológicas de la pareja a la manera de una geóloga, y así la protagonista trabaja en una compañía que diseña programas de computación para empresas mineras, donde recónditos estratos del continente australiano a veces parecen un paisaje lunar. A través de Sandy (Toni Colette) comenzamos a adentrarnos en la personalidad de su acompañante, un joven ejecutivo japonés (Gotaro Tsunashima), un posible cliente de la compañía de Sandy, que exige conocer con ella las tierras donde financistas japoneses han hecho importantes inversiones.

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Aquí aprendemos el significado de ‘hai’, una expresión japonesa que “no es ni sí ni no, ni quizás, ni nunca”.

Este Cuento japonés es de los dos. En la maravillosa secuencia en donde estas solitarias figuras deambulan en un campo solitario donde el carro se entierra, algo más extraño sucede. De repente las tremendas distancias culturales y raciales dan paso a una poderosa atracción. Y aquí no cuento nada más. Lo vital en el cine moderno es poder descubrirlo y ser sorprendidos por las infinitas posibilidades que nos esperan detrás de cada esquina. Trágicas o felices, son parte de una experiencia muy lejana de los estereotipos triviales que nos acostumbran otras películas.