Cuando debe irse, no se va. Y cuando no debe irse, se va.

¡Ay, el Lucio, siempre tan al revés! Ahora, por ejemplo, debió haber viajado a los funerales del Papa, de donde pudo haber regresado con una cantidad de bendiciones para repartirlas a su discreción.

Y, como sabemos, dada su discreción esas indulgencias las hubiera repartido primerito entre los miembros de su familia, después entre los miembros de Sociedad Patriótica, después entre los del PRE (que ahora son como de su familia), después entre los ilustres magistrados de su pichicorte y después, las que quedaban, entre los diputados independientes, aunque ellos no hubieran querido solo bendiciones sino también estampitas. Y rosarios. E indulgencias plenarias. Y todo mismo. Pero Lucio hubiera quedado santificado para siempre y hasta hubiera podido subir al cielo vestido, con zapatos y todo. Y gabinete incluido. La única que tal vez no hubiera podido entrar es la Baki. Porque ¡qué escotada!

¡Qué tal Lucio, de gana no se fue! Es que, una vez en el Vaticano, también hubiera podido haber alcanzado una absolución que le hubiera limpiado de todos sus muchos pecados, después de arrepentirse de todos ellos, claro, y hacer el propósito de enmienda: “Ya no cometeré más actos de nepotismo, ya no traeré nunca más a ningún Bucaram, ya nunca más seré dictócrata, por mi culpa, por mi culpa, por mi lucísima culpa”.

Y, lo más importante, se hubiera codeado no solo con toda la realeza (de la cual ya es íntimo, después del matrimonio del príncipe Felipe), sino con lo más alto del clero y, vestido íntegramente de negro como hubiera estado, hasta hubiera podido ser confundido con el cardenal de Brunei y, como tal, entrar al cónclave para la elección del nuevo Papa.

¡Ay no!, eso sí que hubiera sido un error. Y un horror. Porque dentro del cónclave hubiera comenzado a decir hagamos nomás mayoría con los cardenales independientes y con ellos reformemos la constitución de la Iglesia mientras nombramos nuestro propio Santo Tribunal Electoral, que será el que elegirá al nuevo Papa pero ya no con el carácter de vitalicio sino hasta los setenta años nomás. Y capaz que hasta proponía que le nombraran al Villa, al que le hacía graduar en dos días de cardenal, aprovechando que ya tiene el anillo de oro. Y la cadena. Y la calva. Y a los que se oponían les hubiera sacado el aire con su fuerza de choque y, bajo la amenaza de Cero Pecación, les hubiera hecho rezar trescientos rosarios seguidos, con cilicios incluidos, hasta que cambien de criterio.

Chuta, ¡qué relajo que hubiera armado! Ahurita que pienso, mejor también que no se fue. El Ayerve, que tiene cara de monaguillo, ha de haber sido el que le inspiró para que no haga el viaje. Y, encima, ahí le hubieran descubierto que es gran maestro masón (bien chimbo, pero maestro al fin) y capaz que le mandaban directito al Tribunal de la Santa Inquisición y de ahí a la hoguera. ¡Qué alivio!

Total, se quedó aquí, donde nos tiene a todos purgando sus propias culpas y condenándonos a vivir en el infierno del caos, el despelote y la corrupción. ¡Qué tontera! Amén.