En estas fechas se han cumplido dos años del inicio de la Guerra de Iraq y uno de la matanza madrileña del 11 de marzo. Con posterioridad a ambos acontecimientos, el presidente Bush ha sido reelegido por sus conciudadanos y el partido de Aznar ha sido desalojado del poder por los suyos. Hace poco, la fundación FAES, que preside el propio Aznar, invitó a dar una conferencia en Madrid al asesor del Pentágono, Richard Perle, conocido en su país como Príncipe de las Tinieblas, quien hizo honor a su apodo cuando, preguntado por la elección de Iraq en 2003, en vez de Irán o Corea del Norte, respondió con una oscuridad solo comparable a la frivolidad de sus palabras: “Por alguien había que empezar, y había buenos motivos para ello”. Es decir: se fue a una guerra que ya ha costado la muerte de más de mil quinientos norteamericanos e incontables más iraquíes (la mayoría civiles), porque, en un programa de tres naciones condenadas a priori, por alguna se debía empezar, lo cual significaría, si se tomara al pie de la letra la declaración de Don Príncipe, que a las otras dos les llegará su turno de ser invadidas y de que sus gobiernos sean depuestos.

Pero fijémonos en la otra parte de su frase, “y había buenos motivos”. Algo muy grave está pasando en el mundo cuando cosas que todos sabemos cómo han sido, por públicas y por recientes, dejan de ser como han sido por arte de magia y de desvergüenza. Esos “buenos motivos” que ya no se molestó en especificar el señor Tinieblas, hoy son el “derrocamiento de un tirano” y la “liberación del pueblo iraquí”. Pero en 2003 –y resulta increíble que haya que estar recordándolo–, ni Bush ni Blair ni Aznar ni ninguno de sus mil peones y esbirros adujeron nunca ese “buen motivo” para atacar a Iraq, entre otras razones porque habría sido insuficiente y contrario a las leyes internacionales. Como es sabido, no basta que lo rija un dictador para declararle la guerra a un país, ni para hacérsela sin declarársela, como de hecho fue el caso. Los motivos que entonces había (subrayo yo el tiempo verbal) resultaron no ser precisamente “buenos”, sino falsos. Iraq, se insistió, poseía armas de destrucción masiva. Iraq, se apuntó, protegía a los terroristas de Al Qaeda y había tenido que ver en los atentados del 11-S. Las personas informadas y responsables ya sabían, en 2003, que nada de eso era cierto y así lo dijeron, con escaso eco. Pero la mayoría de la población mundial lo ignoraba, y la de los Estados Unidos al parecer sigue ignorándolo, pese a que de entonces aquí Bush y los suyos hayan reconocido que no existían tales armas, que Sadam no tuvo parte en las Torres Gemelas y que en Iraq no había más terrorismo que el impuesto desde el poder. En una reciente encuesta, sin embargo, el 56% de los norteamericanos aún cree que ese país poseyó armas de destrucción masiva que no han sido encontradas, y el 61% que Sadam tenía vínculos con Al Qaeda. Si Bush ha sido reelegido por gente tan desinformada, o tan deseosa de permanecer engañada, o tan negadora de la realidad, cabe preguntarse si esa reelección tiene alguna validez moral o es respetable. En cualquier otra época, un hombre que desencadena una guerra con mentiras o por error (tanto da), se habría visto obligado a abandonar la política.

En cuanto al aniversario español, al cabo de un año el Partido Popular sigue empeñado en una tarea dificilísima, casi imposible, a saber: la de convertir una mentira en verdad. El entonces ministro del Interior, Acebes, proclamó que los atentados habían sido obra de ETA y lo hizo con las venas de la frente hinchadas, e insultos contra quien se atreviera a dudarlo. Tal como han ido las cosas, alguien como él debería estar asimismo retirado de la política. Sin embargo, un año después él y su partido continúan empecinados en que, puesto que la sostuvieron ellos, su mentira ha de tornarse verdad, por mucho que se haya demostrado que se trató de un embuste o una ocultación que en su día les convino mantener. A los ciudadanos no nos lo dijo nadie. Lo vimos y lo percibimos. Luego nos lo confirmaron los hechos y las averiguaciones. Pues, aun así. Lo que el PP pretende –haciéndose a sí mismo un daño profundo y quizá irreparable– viene a ser como si el Gobierno de Bush insistiera en que las armas de Sadam han de existir. Bueno, ya insistió cuanto pudo, hasta que: a) no le fue más posible; y b) se dio cuenta de que no hacía falta, porque al menos el 56% de los norteamericanos lo seguía creyendo. Para más de la mitad de sus compatriotas, su mentira se había convertido en inamovible verdad. Cómo se puede conseguir en esta época tal cosa es sin duda un misterio parcial. Pero que se pueda, por arte de magia y de desvergüenza, es uno de los síntomas más graves de nuestro presente. No cabe duda de que, si el actual PP aún embiste y vocifera, pese al tremendo perjuicio que se inflige diariamente, es porque está a la espera de que se le aparezca la magia, para convertir su mentira en verdad creída. Es lo único que a buen seguro le falta, porque la desvergüenza ya la tiene a raudales.

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