El pianista es uno de los grandes exponentes del jazz latino. Nació en Cuba en 1963 y vive en los Estados Unidos desde 1996.

Dogma y evolución  siempre han sido conceptos enfrentados. Pero, en el caso de Gonzalo Rubalcaba, más bien parecen ir de la mano, porque el pianista cubano demuestra en cada concierto que está dispuesto a jugarse la vida, como un fundamentalista, por sostener su proceso evolutivo, musicalmente hablando.

Mucho de eso se vio en el concierto que ofreció el jueves anterior en el Teatro Nacional de la Casa de la Cultura, junto con el Trío Cubano, compuesto por Ignacio Berroa (batería), Armando Gola (bajo) y Felipe Lamoglia (saxofones) para un público (cerca de 1.500 personas) que aplaudió su virtuosismo y salió satisfecho luego de 90 minutos en los que Rubalcaba combinó piezas de su primera etapa (años noventa), frenética y rupturista, con sus creaciones recientes (último quinquenio) más intimista y melódica.

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El ganador de dos Grammy Latinos regresó al Ecuador luego de once años, por gestión de la Sociedad Filarmónica de Quito.

El cuarteto funcionó con un Rubalcaba derrochando virtuosismo y marcando los silencios para cada descarga de notas de sus acompañantes. Propició los tres solos del saxofón de Lamoglia; le abrió espacio a la batería de Berroa; y permitió el trabajo de ancla del bajo de Gola. 

Virtuosismo que, en más de una ocasión, fue el fundamento de una energética jam session de cuatro ejecutantes sumergidos en un vendaval de notas, sin sosiego, ajenos a cualquier afán melódico (miren cómo nos comemos los instrumentos, podrían estar pensando), hasta que Rubalcaba recuperaba su función de líder e imponía la pausa y los silencios. La cascada convertida en manantial, según el comentario de algunos asistentes.

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El pianista, cuya misión en el mundo parece ser el alejamiento, la fuga de las formas tradicionales de ejecución de la música cubana (no lo entusiasma el trabajo de Buenavista Social Club), demostró, no obstante, que esta música sigue siendo la base de su evolución. Un danzón, ejecutado hacia la mitad del concierto, marcó el momento de mejor ensamble del cuarteto y fue generosamente premiado por el público. Una reivindicación de la melodía.

Pero Rubalcaba también asume el paso de lo frenético a lo intimista con facilidad asombrosa. Lo ayudó en ello la sutileza de Berroa en la batería, que combinó el golpe enérgico de baquetas con la suave caricia de la escobilla en los platos.

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Después de ocho piezas, un aplauso prolongado obligó a Rubalcaba y su gente a regresar al escenario. Nueve minutos de tono intimista marcaron el fin del concierto.

En el balance, si es que acaso lo hay, el triunfo de la ruptura sobre el canon, la confirmación del manifiesto evolutivo de Rubalcaba.