Sonia (nombre protegido) tiene 28 años, ella relata su experiencia en una clínica de rehabilitación a la que fue internada por su familia.

“Hace diez años me gradué de la secundaria en Manta y viajé a Quito para continuar mis estudios universitarios.

En esta ciudad a los 20 años salí del clóset y comencé a tener relaciones con mujeres y una vida más independiente, tenía ya 24 años cuando concluí la universidad. También tuve un problema con el alcohol, que estuvo siempre, pero se agudizó en ese tiempo.

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Mi hermana me puso un detective, que comenzó a averiguar lo que yo hacía y pensó que debido a mi problema de alcohol, me estaba volviendo loca y me estaba desviando.

Regresé a Manta y quise contarle a mi familia de mi inclinación. Mi hermana decidió que tenía que meterme en una clínica de rehabilitación. Habló con mis padres, que tenían la potestad de declararme incapacitada mental, y me internaron en una clínica donde pasé cuatro meses y medio. 

Normalmente el tratamiento es de tres meses porque insistía en que era lesbiana y que no iba a cambiar eso.

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Ellos convencieron a mi familia que mi problema era el alcohol y por eso insistía en que era lesbiana.

En la clínica me gritaban, se burlaban de mí. Me decían que las lesbianas son marimachas y que yo era muy femenina para serlo.

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Mis compañeros decían que si fuera amiga de sus hijas, no las dejarían salir conmigo. Otro me acosaba.

Sufrí maltrato físico cuando mandé a buscar a mi pareja con un chico que ingresaron por homosexualidad. Él se escapó y se encontró con ella y armaron un plan para sacarme, pero los de la clínica se enteraron y me encadenaron por dos días por negarlo. Fue un maltrato psicológico, según ellos mi recuperación empezaba cuando yo aceptara que no era lesbiana.

Para salir, mis compañeros  me decían que tenía que aceptar todo lo que ellos me decían. Desde el momento que lo hice, empezaron a contabilizar mi tratamiento.
Cuando salí, tenía mucha rabia con mi familia.

Antes tuve relaciones con chicos, pero después me di cuenta que no era eso lo que me gustaba.

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En el colegio tuve una experiencia con una chica y mis padres se enteraron, para curarme, me mandaron donde un psicólogo.

El día que yo decida cambiar o casarme con un hombre será por mi voluntad, pero no porque nadie me obligue a hacerlo.

A mi hermana no le hablé por un año, pasé dos años de viaje, regresé y lo aceptaron pero me dijeron que hiciera mi vida aparte. Ya no se meten en mi vida y saben que vivo con mi pareja.  Salí de la clínica  con miedo de pensar en una mujer porque temía que me volvieran a encerrar, salí desquiciada”.