Va poblándose el horizonte de rostros patibularios, siniestros, que esconden su mirada con gruesas gafas negras y mantienen en su boca una mueca amenazante.

Hablan el único lenguaje que conocen: el de garrote, la pedrea, la patada, el pistoletazo.

Saben que su presencia impone miedo y están ahí para lograr que ese sentimiento aflore en los demás, a quienes pretenden hacer callar, hacer que nada vean, que no oigan, como si no estuvieran convidados al retazo de la historia vergonzante que se está escribiendo.

Es la voz de la fuerza a través de la cual hablan aquellos que han impuesto como norma la de los hechos consumados. ¿En qué otra cosa puede apoyarse la ilegalidad si no en el ilegal lenguaje de la fuerza?

En la fuerza está su fuerza, toda vez que la razón no existe para ellos.

Ya se encargan sus jefes de caldear el ambiente con insultos. Ya se encargan sus jefes de zaherir al pueblo con promesas que, por falsas, caen en la conciencia de la gente con la potencia de un garrote. Ya se encargan sus jefes de vapulear el orden y de sembrar el caos.

Y entonces, ahí están ellos, garroteros de oficio al fin y al cabo, listos a salir para respaldarlos y, a gritos y mandoblazos, decir: las cosas son así. Y punto. La cosas se hicieron así. Y punto.

Y a aquel que no le guste, palo.

Y al que proteste, palo.

Y al que alce la cabeza, palo.

Vienen, van, deambulan de un lado a otro sembrando el desconcierto, imponiendo sus leyes del absurdo sustentadas en el terror. Y en la impunidad que les garantizan sus patronos, que los tienen contratados a cambio de prebendas.

Crecen en número. Y, por lo tanto, crecen en presencia. Algunos, hasta se han bautizado con algún nombre que los singulariza y, paradójicamente, se presentan como los paladines de la lucha contra la corrupción siendo, como son, aviesamente corruptos porque la única ley que conocen es la que queda escrita en sus propios desafueros.

Y de ellos, ninguna autoridad dice saber nada. ¿Qué? ¿Quiénes?, responden cuando se les pregunta. Porque, según ellos, el Gobierno lo que busca es paz, diálogo, consenso.

Y así dialoga: a palos. Forma a su sabor mayorías en el Congreso, se apodera de las cortes a cómo da lugar, reparte el botín a sus aliados circunstanciales, impone sus propias leyes, y después llama a dialogar sobre todo aquello que ya fue hecho, que ya está, que se ha cumplido.

Dice que quiere paz y saca a su tropel de malandrines a la calle para que blandan sus armas contra aquellos que gritan contra una dictadura que busca revestirse con el disfraz de democracia.

Dice que quiere consenso mientras recibe, sumiso, las órdenes que da el prófugo recién llegado, ese que ante nadie responde sino ante su ambición. Su desvergüenza. Y su locura.

Una vez instaurado el lenguaje de la fuerza, ya no queda sino la fuerza para comenzar un nuevo diálogo.

Si a la calle saca el Gobierno a sus matones y a la calle tiró desde el balcón las leyes, es en la calle donde el pueblo está ahora dirimiendo los tantos desafueros y es ahí desde donde habla con su voz de decencia y dignidad.