Acaba de pasar la Semana Santa: conmemoración de una muerte autoofrecida para dar la vida, con la seguridad de una Resurrección, pero, curiosamente, el mundo está en vilo por muertes próximas: está en terapia intensiva el príncipe Rainiero; por primera vez el papa Juan Pablo II no ha participado en las ceremonias de Semana Santa; y lo más publicitado: Terri Schiavo y una “sobrevida” artificial de 15 años, que una Corte pone fin y desata una epidemia de discusiones. Parece que vivir es el valor absoluto y que “dar la vida por sus amigos o sus hermanos” es una barbaridad.

Una santa maravillosa, Santa Teresa de Jesús, dice en uno de sus poemas: “Vivo sin vivir en mí y tan grande vida espero, que muero porque no muero”. ¿Estaría loca? ¿Querer morirse, para poder vivir? ¡Se muere porque no muere! Jorge Manrique, en las coplas a la muerte de su padre, dice: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”… y más adelante: “acabados son iguales, los que viven de sus manos y los ricos”, pero parece no ser así para los acuciosos debatientes, que encontraron otra “píldora del día después” (¿se acuerdan?). La FAO y la ONU nos dicen que cada 2 minutos muere un niño en el África negra por el sida, pero se está aprobando un estatuto para que los que descubrieron los medicamentos para evitar esas muertes, prolonguen por cinco años más el usufructo de su descubrimiento, con lo que no se podrá abaratar los medicamentos específicos. ¡Ocho de cada diez niños del Tercer Mundo mueren antes del primer año de vida! ¿Y a quién le importa? ¿Cuántos foros de ética han tratado estos temas?

Todos tenemos que morir. Nacer es empezar a morir. Los seres vivos nacen, crecen, se desarrollan, se reproducen y mueren. Los médicos no somos omnipotentes y a nadie podemos volverlo inmortal. Nuestra misión es curar si podemos, mejorar y aliviar en lo posible, y siempre consolar y acompañar, hasta el final, como hace la Casa del Hombre Doliente.

La gente se muere ahora en los hospitales, antes lo hacía en las casas. Algunos jefes de sala enviaban a los graves a morir a su hogar “para no dañar la estadística”. Hoy, las terapias intensivas albergan a muchos enfermos muy graves y luchan mientras pueden, pero los recursos extraordinarios, especialmente en países con limitadas condiciones económicas, siempre tienen un límite; incluso hay personas que piden a sus amigos ser testigos de que no quieren ser mantenidos artificialmente más allá de los límites de una buena muerte, pues los costos de los métodos de mantenimiento artificial pueden arruinar a los deudos, sin impedir la muerte...

Ofrendar la vida por los seres queridos o por la patria es el súmmum del heroísmo y del amor.

Aprendamos a vivir, apasionadamente, que el miedo a la muerte no nos impida viajar, ni descubrir, ni trabajar con pacientes contagiosos. Pero respetemos también el derecho a morir decentemente y demostremos la fe, si creemos en un Dios que premia en otra vida.

Cuando veo familias que lloran desesperadamente por la muerte de un anciano o de una persona muy enferma o inutilizada, yo dudo de su fe en algo después de la muerte, porque si no, entenderían a Santa Teresa, ¡que moría porque no se moría pronto para ver a su Señor!