Mientras leía un reportaje publicado en este Diario acerca del mal estado en que se encuentran los locales escolares fiscales, pensaba que la montaña de bancas, sillas y pupitres desvencijados no solo son los rostros de la pobreza y el subdesarrollo, sino también del desamor. Esos montones de muebles destruidos corresponden exactamente al estado de los edificios.

Cierto que así ha ocurrido en el 90% de los institutos fiscales, pero no se justifica esa especie de tsunami que tiene lugar año tras año.

Tal vez se comprenda mejor la extensión del deterioro porque se trata de mobiliario que tiene muchos años de uso por niños y adolescentes que descargan los excesos de su fuerza y carácter en cuanto está a su alrededor. Ello se agrava en los muchos casos en que los locales funcionan en tres jornadas, o sea en la mañana, la tarde y la noche.

Aceptado lo anterior, debe atribuirse la mayor parte de la culpa al desamor de las autoridades del Gobierno central para cuanto atañe a la educación.

De ninguna manera, puede aceptarse que hubo negligencia en los directores y rectores de escuelas y colegios, pues ellos han solicitado incontables veces que se atienda prioritariamente esas necesidades.

Pienso que no existe tampoco consejo directivo ni comité de padres de familia que no haya clamado inútilmente, como lo hizo el profeta en el desierto.

Después de cien oficios y otras tantas gestiones personales, recibieron la buena noticia de que se atendería la solicitud de compra de mobiliario nuevo o la reparación del usado.

Pero prometer es más fácil que cumplir y ser puntual.

Se ha reiterado en la mayoría de los casos lo que dice el refrán: “Yo te prometo, busca quien te dé”. Estamos en vísperas del comienzo de clases y todavía no llega a destino lo requerido. Los montones de chatarra estudiantil siguen en su sitio, los locales están sin ventanas, sin techos o sin baterías higiénicas en buen estado.

Es la hora de cambiar el rostro de la ineficiencia y el desamor, y colocar en su lugar a la esperanza.