No es noticia que dentro de pocos años el Archipiélago de Colón hará honor a su sobrenombre, cuando se convierta en sitio predilecto para médiums que quieran comunicarse con las almas de todos los animales que habrán de abandonar su mundo, a consecuencia de la inconsciente intromisión humana en la delicada cadena alimenticia.

Tampoco es noticia que el grueso de los capitales invertidos en las islas para la operación turística proviene del extranjero, no obstante que la Ley de Galápagos restringe el beneficio de los derechos de operación a favor de los residentes permanentes.

No constituye tampoco novedad que los pepinos de mar, las aletas de tiburón, son apreciados en sumo grado en los países del hemisferio oriental. Es noticia de todos los días encontrar a barcos pesqueros con un cargamento repleto de dicha “mercancía”.

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¿Dónde se halla el punto de convergencia entre estas ideas? No lo hay. Pero me invitan las ideas a llegar a un punto divergente. Está clarísimo que los barcos pesqueros extranjeros que no cuentan con autorización de pesca, logran atiborrar sus bodegas con el “no gratuito” concurso de ciertos colonos de las islas; y que dichos colonos no son empresarios de turismo ni visionarios del aprovechamiento ecológico y recreativo; si lo fueran, hace rato sería Ecuador conocido por su gran industria turística en la región Insular.

Por el bien del patrimonio de la humanidad y como indicativo de que Ecuador tiene serias intenciones de sumarse a la corriente liberal de inversión y competitividad, mi opinión es que la operación turística en Galápagos debe abrirse y beneficiar también a las empresas de turismo extranjeras, lo cual sería controlado por una intendencia que regule su establecimiento y desarrollo operacional.

A diferencia de la “fuerza pública marítima”, que no hace un ápice por detener el sanguinario exterminio, un inversionista de turismo extranjero no tendrá reparos en agarrar al criminal pesquero para decirle: “No interfieras en mi negocio”. De esta forma, se salvarán las islas Galápagos. Al fin y al cabo, es patrimonio de la humanidad.

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Víctor Carrión Arosemena
Samborondón