Nombres, apellidos, tienen una razón de ser. Aminta Buenaño, se vuelve lluvia de sensaciones. En primer lugar aparece aquel coqueteo idiomático entre inglés y castellano. “Mint” es menta, planta labiada, hierbabuena. Aquel conjunto de vocablos unido a “buenaño” suena a feliz augurio. Lo de flor “labiada” se refiere a los lóbulos de la corola, opuestos entre sí como labios abiertos. Disculparán aquel preámbulo pero la botánica es una de mis debilidades. En mi adolescencia tenía cuadernos enteros llenos de hojas que se abrían como manos, cambiaban de color al compás del tiempo. La sensualidad de Aminta le permite jugar con las palabras; su intuición de mujer la lleva a viajar continuamente dentro de sí misma. Tiene citas con el mar, el aroma del café, platos nacionales o exóticos, lluvia, soledad poblada, pilas de libros, el indispensable diccionario, la voz entrañable de una madre esfumándose en la granizada de un teléfono.

Es mi compañera del domingo. Su columna se halla cerca de la mía. Nos conocemos desde hace años. Muy de repente nos encontramos. La última vez fue en un restaurante. Recuerdo que ella miró en todas las direcciones, luego escogió su mesa, así como los gatos seleccionan el lugar donde podrán cerrar los ojos, dejarse llevar por el sol. Tiene espacio para un cupo de locura, compartió con Salvador Dalí una jugosa entrevista, conversó con Novalis, Gérard de Nerval, Verlaine, Medardo Ángel Silva, Jacinto Santos Verduga, aquella gallada de locos extraviados en el tiempo; ganó unos cuantos premios, aquí y afuera. La puedo imaginar en Madrid saboreando queso manchego, jamón de Jabugo, aplaudiendo un flamenco en algún tablao, bebiendo horchata de chufa en Barcelona. En Santa Lucía, la misma chiquilla hacía rebotar piedritas redondas sobre las aguas del Daule entre árboles encendidos, tierra mojada.
Descubrió sus primeras rimas al jugar a la rayuela. Nunca se apartó de lo que llamaría después “el discreto encanto de lo cotidiano” (título de su último libro). Por ello no se asombra cuando aparecen ángeles llevando insignificantes milagros capaces de trastornarla: un dulce casero, una taza de café, una onza de paz, una caricia del viento.
El alma se vuelve más importante que la razón. Mientras ríen los naranjos de Valencia, los inmigrantes corren en pos de una hoja que se lleva el viento, el papel sellado que abre las puertas de cualquier sueño. Aminta lo sabe. Es parte de lo cotidiano, como el pan que, a veces, se vuelve relativamente hebdomadario. Lo importante es quedar disponible, ojos abiertos, corazón lúcido, intentar ser parte de todo lo que vive: humanos, animales, plantas, nunca quitar la escalinata.

Cuando se halla solitaria a cien mil millas de toda tierra habitada, como El Principito, buzo en el mar, astronauta en el cosmos, Aminta se detiene, escribe, bebe extrañas pócimas que le permiten guardar alma de niña mientras crecen sus hijos, florece su hogar. Sabe que la belleza tiene el rostro de la verdad, que se puede con un solo dedo tocar melodías en el piano de la felicidad, irse al garete en el barco ebrio de Arthur Rimbaud. Vive en voz alta.