Se veía venir. Desde hacía rato que los pichis, omares y gilmares venían quejándose del de la colita (así le dicen), cuyo protagonismo mediático los tenía podridos. Estaban hartos de ver a César Montúfar en todos los noticiarios y programas de opinión de todos los canales, prácticamente todos los días, hablando mal de ellos en nombre de la ciudadanía. Eso no podía ser, el Gobierno y el bucaramismo necesitaban urgentemente crear un contrapeso. Así que se dijeron: si un intelectual de izquierdas a cargo de una ONG financiada por la AID puede convertirse en referente televisivo de la participación ciudadana contra la corrupción, ¿por qué un presunto traficante de tierras bucaramista sostenido por el Gobierno no puede hacer lo mismo? Había nacido Cero Corrupción.

Abdalá Bucaram suele jactarse de tener a los medios de comunicación en su contra, lo cual se interpreta a menudo como que no los necesita. Nada más falso. El bucaramismo es, entre otras cosas, un proyecto político de provocación simbólica. Y algo así no puede ejecutarse, hoy por hoy, sin la participación de la TV. Pero, ¿cuál es esa participación de la TV? Precisamente: estar en contra. Para asegurarse de que eso ocurra, nada mejor que un Gallo repartiendo palazos en nombre de la anticorrupción.
¿Palazos a quién? Al de la colita, claro, y a otros que, como él, salen en televisión. Los chicos de Ruptura 25, por ejemplo. Más claro: palazos a la televisión. Por televisión. Así que todos ponen el grito en la pantalla y acusan a Cero Corrupción de ser una turba de asalariados formada por el PRE y por el Gobierno para fomentar la violencia. O sea que el enfrentamiento televisivo está dado entre una turba de asalariados y un grupo de aniñados. ¡Y después se preguntan por qué crece la popularidad del Coronel! ¿Acaso no está claro?

Lo de la violencia es cierto. Y es un peligro. Pero más fuertes y certeros que los palazos reales de Cero Corrupción, son las pedradas simbólicas que lanzan a la institucionalidad democrática.
Porque es evidente que no tuvieron el menor recato, ni siquiera la mínima intención de disimular un poco. Cuando Christian Zurita, de Teleamazonas, quiso saber sobre los antecedentes de Oswaldo Gallo, líder de Cero Corrupción, le bastó con viajar a Santo Domingo y preguntar por él. Ah, “el traficante de tierras”, respondían los entrevistados. Era vox populi. Tanta desvergüenza resulta sospechosa y solo puede obedecer a una de dos cosas: torpeza política o intención de enviar mensajes claros.
Conociendo a Bucaram, voto por lo segundo. Hoy, gracias a la televisión, el país entero sabe lo que se dice de Gallo en Santo Domingo. Y de eso se trata: de que se sepa.

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Este proyecto de provocación simbólica no se agota en Cero Corrupción. Fíjense, si no, en el Pichi Castro, cuyo mayor sueño en la vida es coprotagonizar con Sharon el tórrido capítulo final de su telenovela La hechicera, imagínense el cuadro. Y cuyo héroe personal es, vayan viendo, el borrachito más conspicuo de Salinas. A mucha honra. El Pichi, claro, cumple una función política específica en la primera magistratura del Estado. Pero en la TV su función es principalmente simbólica: echar abajo esa noción clásica que concibe al administrador de justicia como un tipo culto, estudioso, humanista, independiente, conocedor profundo de la ley, animado por altas aspiraciones y defensor de principios trascendentes.

Vistas así las cosas, lo de nuestra democracia no es crisis, sino dadaísmo. Y Abdalá Bucaram es el Marcel Duchamp de la política ecuatoriana. Como muchos saben, el dadaísmo es una de las grandes rupturas en la historia del arte moderno. Uno de sus impulsores, Marcel Duchamp, expuso en 1915 un urinario de loza como si fuera una obra, firmada y todo, en el Salón de Artistas Independientes de Nueva York. Más tarde le pintó bigotes a una reproducción de la célebre Gioconda de Leonardo. Era la primera vez que se hacía. Hoy, claro, las giocondas con bigotes, gafas, cintillos, tatuajes, piercing, cuernos, plumas, marihuana y bubble gum dejaron de usarse hasta para forrar el álgebra de Baldor, pero en aquel entonces esa nonada era un acto de provocación muy importante. No se trataba de un capricho sino de un intento deliberado (y exitoso: basta con visitar cualquier galería en la actualidad) por desacreditar los cánones artísticos y desacralizar la noción clásica de obra de arte. Los herederos del urinario de Duchamp no conservan esa carga simbólica. La insolencia y la desvergüenza del precursor son irrepetibles.

Mejor dicho: lo eran, hasta que Abdalá Bucaram aprendió a dominar los recursos de la comunicación de masas en general y de la televisión en particular. La presencia en la política y en la TV del Pichi Castro y de Cero Corrupción (por no hablar de Omar Quintana) forma parte de un proyecto dadaísta, es decir, de provocación simbólica consciente y deliberada, insolente y desvergonzada. Solo que en este caso no se trata de desacreditar al arte, sino a la democracia.

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Para calcular los réditos políticos del dadaísmo bucaramista basta con analizar las cosas en términos de rating: las personas que gustan del trago, quieren acostarse con Sharon y no leen nunca, son muchas; los aniñados con colita y libro bajo el brazo, pocos.
El proyecto seduce a las masas como el dadaísmo artístico sedujo a los artistas sin talento: vía ilusión demagógica. En el templo de la democracia, Bucaram hace lo mismo que hizo Duchamp en el templo del arte: profanarlo. No se puede negar su genialidad, su efectividad y su enorme poder de destrucción simbólica. Visto por televisión, el Pichi Castro es el urinario de Duchamp; Cero Corrupción, el bigote de la Mona Lisa.

raguilarandrade@yahoo.com

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