En la antigüedad se valoraba la experiencia y la sabiduría de los mayores, se los respetaba y veneraba. El cabello blanco era símbolo de la claridad mental y de la paz que habían alcanzado a través de la vida. Las canas representaban una riqueza y un poder adquiridos a través de muchos trabajos, dolores, alegrías, éxitos y fracasos, momentos gratos e ingratos, esfuerzos, caídas y superaciones, del conocimiento y comprensión de las debilidades del alma humana y de su capacidad de perdonar y amar.

Ahora, es mejor ocultar las canas, lo antes posible, porque la experiencia y la sabiduría deben tener un aspecto maduro pero juvenil y no hay tanta cabida en el mundo laboral para los que lucen de mucha edad.

Los primeros signos de envejecimiento físico nos asustan y avergüenzan y se va volviendo cada vez más común considerar a la vejez casi como una discapacidad. Con racionalizaciones y aparentes justificaciones se excluye solapadamente a los viejos y viejas de una vida activa y productiva y se los margina en la sociedad como seres que ya no pueden tener responsabilidades porque ellos necesitan ser cuidados.

Es sorprendente la cantidad de ancianos y ancianas mayores de ochenta años que trabajan activamente, mantienen una mente lúcida con capacidad de tomar decisiones importantes y de aconsejar sabiamente.

También es sorprendente la cantidad de comentarios crueles que se han suscitado en torno a la posible renuncia del santo padre Juan Pablo II que, en sus 84 años y padeciendo la enfermedad de Parkinson que lo limita físicamente, aún persiste en continuar su mandato.

Si hubiera decidido renunciar, la vida podría ser mucho más fácil para este viejito invencible, que tanto ha influido en la historia. Sin embargo, su espíritu supera todas las limitaciones de su cuerpo y le insta a cumplir el compromiso adquirido.

Juan Pablo II nos está aleccionando mucho a favor de la ancianidad y de nuestro comportamiento con los ancianos. Con el pretexto de cuidarlos, muchas veces, los aniquilamos, les quitamos responsabilidades, los arrinconamos, los anulamos...

Él nos está dando un magnífico ejemplo. Un cuerpo enfermo y envejecido sigue siendo un ser humano con posibilidades de ayudar y servir, de trabajar y producir.

Esta aparente insistencia del Pontífice para seguir ejerciendo el papado es, además, congruente con su esforzada e incansable trayectoria no solo como Jefe de la Iglesia Católica sino durante toda su vida sacerdotal de entrega a la construcción del reino de Dios. ¿Por qué ahora queremos que cambie?

Algo parecido puede ocurrir con nuestros padres y familiares ancianos. Al final de la vida queremos verlos descansar, que sean menos activos y preocupados, aunque su característica haya sido precisamente el esfuerzo permanente y la preocupación por los demás el motor de su vida.

En Costa Rica han tenido el acierto de llamar a los ancianos “ciudadanos de oro” y es un gran reconocimiento. Aun así, ¿por qué puede ser tan difícil aprender a vivir y convivir con ellos, respetarlos con sus limitaciones y ayudarlos cuando tienen deseos de ser útiles hasta el final?