En los veinte minutos que siguieron a las 16h00, la plazoleta Vicente Rocafuerte de Santa Elena se fue llenando de gente que respondía a la tácita convocatoria de los Martes Santos. Doña Carmelina de Torres dijo que este año la procesión del baño de la cruz debía ser puntual y, por eso, llegó antes y se sentó en un banco de la plaza  mientras esperaba partir junto con la multitud.

En esos veinte minutos, también formaron filas doce miembros del grupo Soldados de Cristo, vestidos con retazos de seda verde y roja a manera de uniforme; cascos hechos con cartones de colores y sandalias amarradas hasta las rodillas para emular a los soldados romanos del Vía Crucis. Como aquellos, la función de estos voluntarios disfrazados era dispersar a la multitud y abrirle paso a la cruz que debía llegar a la playa de Ballenita y enredarse tres veces entre la espuma de las olas, para asegurar la buena pesca.

Esta creencia no es exclusiva de los pescadores de la Península.  Otros, más  que una costumbre o una apuesta a la faena segura, ven en la procesión una prueba de su fidelidad a las creencias populares. Después de todo, ¿en cuántos pasajes bíblicos Jesús no mitigó la tormenta en medio del mar y mostró a sus discípulos las riquezas de sus frutos y la generosidad de compartir los peces? George Jaramillo habla a nombre de los pescadores: “el Señor era de los nuestros, por eso  él nos guía”.

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Detrás de los quince Santos Varones de la parroquia Santa Elena, voluntarios vestidos de blanco que, por turnos, cargaron el madero sobre sus hombros, venían decenas de banderas blancas y rojas (los colores del tiempo litúrgico actual, la Pascua). A las 16h40, unas tres mil personas –cuyos rasgos denotaron la ausencia de turistas– marcharon orando y cantando.

Iban a paso lento, llenando la avenida Francisco Pesántez (conocida como la vía de la Ruta del Sol). Debían transitar casi cuatro kilómetros hasta Ballenita y, aunque muchos llevaron paraguas, sombreros y trapos húmedos, el sol pegaba fuerte sobre la mejilla izquierda de los miles de caminantes.

La multitud se hacía más grande a cada paso, porque la gente de comunas vecinas se unía a la procesión. Había niños, jóvenes, adultos, ancianos. Mujeres que sostenían la mirada en el pavimento con un rictus de reflexión. Bebés que lloraban por el calor que sofocaba hasta al más concentrado, damas de cabellos blancos que apretaban un rosario entre los dedos y, en la otra mano, un pañuelo.

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Mientras, en lo que se conoce como la glorieta de Ballenita muchos trataban de conseguir el mejor lugar para apreciar el baño de la cruz. Allí estaban desde las 17h00 Silvino Borbor y su esposa Ana charlando sobre la ceremonia. Ella relató: “Yo tengo 65 años y desde niña lo hago. Es una tradición familiar de los católicos para pedirle a Jesús que proteja a la humanidad”.

Las paredes de la glorieta lucen pintarrajeadas con palabras obscenas en sus dos pisos, y eso llamó la atención de cuatro religiosas que reservaron para sí el privilegiado puesto del balcón.

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A las 17h30, no había espacio en esta estructura para nadie y de a poco la gente se agrupaba en la playa. La multitud es fecunda para la venta y también para el griterío. Juan y Miguel Gonzabay, de 10 y 9 años, ofrecían vasos de las botellas de gaseosa que tenían más grosor que sus manos de niños. Otros vendían helados, bolos, tortillas de papa, corviches, empanadas y agua para el calor.

El aviso “ahí viene la cruz” fue asombrosamente oportuno, considerando que la procesión salió 40 minutos tarde de Santa Elena. A las 18h00 en punto, los Santos Varones entregaron la cruz a los pescadores. Eran quince hombres, fornidos y sencillos, que llevaron al símbolo de los cristianos a su lugar de trabajo diario, meciéndolo en esa marea infinitamente azul cuyo ritmo conocen bien.

Quince pescadores de Ballenita con los ojos inundados de mar, que no pregonan su espiritualidad pero la viven, que se ofrecieron a lavar con el mar la cruz de más de tres metros de largo, y que se agarraban de ella como si fuese un precioso tesoro.

El público protagonizó entonces un silencio místico. No fue solo la impresión de Francisca Montoya y su hermana Jesusa: todo parecía coordinado por algunos dedos mágicos que despejaron el cielo de la playa para un ocaso excepcional y ordenaron en zigzag el vuelo de once gaviotas.

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El padre Vicente Agila bendijo la salida del madero del océano con un gesto de satisfacción imperturbable. Lo esperaba una misa campal en la cancha  cercana a la playa. Es la segunda ocasión que participa de la procesión y, según sus palabras, “esta vez vino más gente de la que se esperaba”.

Los pescadores se abrazaron a la cruz con fervor. Tanto, que no dejaron que luego de la misa los Santos Varones la lleven de regreso a Santa Elena. Uno de ellos anduvo el camino de regreso descalzo y sin pronunciar palabra. En Ballenita empezaba a hacer frío cuando los peregrinos que estaban en la playa corrieron detrás de la cruz, dejando atrás la revuelta arena húmeda y el rumor suave de la marea baja.