Como actor, que lo es todo el tiempo, Omar Quintana no pasa de regular tres cuartos. Y no porque se trabe al recitar sus líneas –eso no constituye defecto, el suyo es un personaje que se traba– sino porque no las tiene. Y si las tiene, las pierde.

Cuando le toca, como a todo honorable, meterse en la piel de su personaje y dar la cara ante las cámaras, pierde el piso. Como diputado formado en las ligas de fútbol, no entiende muy bien eso de la proyección pública de la política. Y como  en esas circunstancias  no sabe qué hacer, hace ñoñeces.

Fuera de sí, el martes pasado, cuando el feriado del Coronel nos tuvo en vilo hasta la medianoche, pasó casi todo el tiempo metido en la cafetería, a buen recaudo de las cámaras. Lo que son las cosas: si la sesión hubiera tenido lugar en la propia sede del Congreso, probablemente se habría escondido de la televisión en la enfermería, que en ese edificio es el espacio destinado para el efecto, y habría podido representar un personaje adolorido y silencioso, taciturno y resignado, pálido pero sereno. Justo a él tenía que tocarle la cafetería, donde nadie se duele, circunstancia que no le dejó otro remedio que echar mano de los recursos escénicos del cabreo y la demencia.

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Tenía la mente en blanco cuando se mostró por fin ante las cámaras. Le habría gustado que los periodistas se atropellaran preguntando al unísono mil cosas diferentes, pero la pregunta era una sola: ¿habrá sesión mañana? Entonces se enojó y se hizo el loco: “esta pregunta está hasta me parece una falta de talento. Se supone que un momento determinado mandan un decreto sese rereré,  nooo pues”. Así dijo, en serio. Y añadió: “perdóneme que les diga señores periodistas”. Y les reclamó por haberse movido de su puesto. Les juro. Luego dijo: “pregúntenme más, pregúntenme”, reclamando bulla. Y se fue.

Por favor: que alguien ponga una enfermería en el Banco Central. Para efectos televisivos, digo.