Como una opinión más. Así calificó uno de los asesores del presidente Lucio Gutiérrez a la necesidad que tiene el Ecuador de regresar al estado de derecho, expresada por el representante de Naciones Unidas. No vale la pena detenernos en la arrogancia con la que lo expresó, pero sí en una reflexión para analizar las reacciones que generan las opiniones cuando el asunto se trata de poder.

En el caso del Gobierno, no pudo esconder la ira que produjo la censura. Así pues, la soberbia se impuso sobre el conocimiento, y se olvidó de que el nuevo orden internacional no se construyó para sumar más actores, sino para controlar el sistema democrático en todas las naciones y observar la vigencia de los derechos humanos. No sin antes desvirtuar a esta organización y, entre disimulo y disimulo y como quien espera el reproche, anticipadamente se refugió en la libre determinación de los pueblos y que en las decisiones del Ecuador nadie debe entrometerse.

Sobre lo que no disimula es en el bien organizado despliegue de sentimiento de venganza sembrado en todos los rincones del Ecuador. Ha sido su bandera: separar para reinar. A los pobres les presenta a los culpables de su miseria, la llamada “oligarquía corrupta” o “lista de deudores”, en la que por cierto constan algunos de sus nombres. A los amazónicos, los dizque reconoce diciendo públicamente que sus obras son más importantes que las de la Costa; y a los de la Sierra, les insinúa que en Guayaquil está la sede de la corrupción. Jugando así con el alma de la patria y descuartizando la frágil unión del país que busca y necesita mantenerse unido.

Quien tampoco ha disimulado su disgusto es un sector de la Iglesia ante las opiniones que empiezan a subir de tono a causa de la polémica novela El Código Da Vinci. Ante ello y según The Times, “el Vaticano ha nombrado al cardenal Tarcisio Bertone, actual obispo de Génova, para rebatir ‘las mentiras’ del libro”; sacerdote que con relación a la novela ha dicho que “es un intento deliberado de desacreditar a la Iglesia católica mediante falsificaciones absurdas y vulgares” y recomienda no comprarla. Esto último no a pocos les trae a la memoria la famosa lista de “libros prohibidos” que en el siglo XV fue obligatorio obedecer, pues de lo contrario el destino de los lectores atrevidos era la hoguera.

El Código Da Vinci es una novela como tantas otras que genera opiniones. Es arte, y como tal, una manifestación del alma humana y la sociedad en su conjunto. Quienes se sienten ofendidos con esa obra, deberían procurarse un tiempo para enterarse cómo son vistos en su rol de hacedores de otras “obras”.
Poner el ejemplo y crecer en la tolerancia, recordando que así como hay algunos que no opinan bien de la obra de Leonardo o Saramago, hay quienes opinan que algunas obras que hacen los –en este caso– ofendidos, por estar enmarcadas en un sesgo particularmente privilegiado, no reflejan el real mundo de los desposeídos, que a la postre es donde habita Dios.