Ya se sabe que gozar de la televisión por cable es un privilegio: los debates de Televisión Española, la información científica del Discovery Chanel, hasta el humor un poco chabacano de los argentinos, resultan refrescantes, de tal manera que una zambullida nocturna en la oferta múltiple, a veces nos rescata de los golpes del día. Pero mis programas favoritos –ficciones al fin y al cabo– son las historias seriadas, esas cuya ilación es tan sutil que cada emisión tiene un sentido independiente.

Ahora le sigo la pista a una serie del canal de la Warner que se llama ‘Jack and Bobby’. Es la historia de dos hermanos de 16 y 13 años, hijos de una profesora universitaria, con padre ausente, uno de los cuales será Presidente de los Estados Unidos. Con un enfoque novedoso, se narra desde el presente cuando ya el brillante Bobby es Robert McAlister, Presidente de la gran potencia, y sus más cercanos colaboradores van dando testimonio de hechos y comportamientos que tienen una explicación en el pasado. Porque la intención de la serie va por el camino de mostrar cómo va cuajando la personalidad de un muchacho llamado a tan históricas responsabilidades, cómo se apuntala su ética, los valores que lo convencen, las relaciones con su medio.

Sin caer en elogios hiperbólicos, aprecio la inteligencia con que se revisan algunos cambios sociales fácilmente identificables como rasgos muy cercanos. Por ejemplo, los chicos crecen en una familia disfuncional (en la terminología a ratos sofocante de los estudios sociales): la madre es soltera y ha dado su propio apellido a los hijos porque el padre es una pasajera relación de juventud; tienen un tío homosexual al que reciben con cariño y se refieren abiertamente a sus penas de amor, ironizan con delicadeza sobre las nuevas relaciones de la madre. Eso sí: un ambiente de gran desarrollo intelectual llena el hogar: el intercambio sobre los estudios, la dimensión política de la vida, el culto a los altos promedios, la pesca de oportunidades académicas, cruza la vida de estas tres personas.

Es interesante ver cómo Jack, el mayor, visto a los 16 años parecería el más prometedor: es el adolescente perfecto, estudia, trabaja, cultiva los deportes y hasta tiene ese toque de rebeldía y apetencia autonómica que lo hace cometer errores y derrumbarse en lágrimas sobre el hombro de la madre. En cambio, Bobby, dueño de un impresionante IQ, es más dócil, anda en pos de la imagen de un padre y tiene encima el prestigio de su hermano al que obedece. Pero en materia de valores es inclaudicable: jamás miente y es capaz de cumplir su palabra hasta las últimas consecuencias.

Junto a esas cualidades también dan las cara los tonos tornasoles de la vida: Grace fuma marihuana ocasionalmente para desestresarse, como rezago de una juventud contestataria, Jack apura sus relaciones sexuales con su enamorada, Bobby rompe proyectos impuestos. La mezcla de todos estos colores es lo que crea personajes convincentes. En todo caso, la historia nos obliga a pensar en el futuro en contraste con nuestro tiempo en el cual Bush no recibirá a la consorte del Príncipe Carlos porque es divorciada y en el Ecuador, dos hermanos en las más altas cúpulas del poder hacen gobierno “a la ecuatoriana”, es decir, desde la improvisación y los antivalores.