A esta hora, todos colocan sus piezas para cuando llegue (si no ha llegado ya cuando escribo estas líneas) la batalla final de las cortes.

Mientras la oposición ensaya sus fórmulas entre retóricas y éticas, el resto se apresta a no perder en el nuevo cambio de la Suprema, lo ganado hasta hoy. Desde los socialistas hasta los sindicalistas judiciales buscarán su tajada, cuando el cuerpo de Castro Dáger llegue al asadero.

¿Acaso serán los del gremio judicial los que acaben haciendo el trabajo sucio, en función de la ineptitud de la Izquierda Democrática y el socialcristianismo?

Lo cierto es que, con tanto voluntario arrepentido luego del gesto de audacia de diciembre (pobres… cometieron la audacia de descabezar a los jueces que se hallaban bajo influencia de León Febres-Cordero como “bien pudieron”, a salto de mata, juntando nombres de parientes, amigos cercanos y lejanos, coidearios desempleados, flamantes alumnos de la universidad cooperativa de Colombia, para consumar el inconstitucional desquite), el consenso para una nueva Corte nos asegura que esta no será, finalmente, despolitizada. Más aún, seguirá profundizándose la politización en la medida en que más personajes coloquen sus piezas para el acuerdo.

Sería una ingenuidad creer que Lucio Gutiérrez, el MPD, los socialistas, los independientes de Montero o de Mejía Montesdeoca están buscando la despolitización de las cortes de Justicia. Tampoco estará en la mente de socialcristianos y socialdemócratas perder toda influencia sobre la Corte Suprema.

¿Cómo pretender que las cortes se despoliticen por obra de la ambición política?
Aquello resulta un contrasentido. Es simplemente una declaración de amor.

Y estos actos fugaces de amor por la sociedad civil, han acabado siempre ahogados entre las manos de los propios partidos que se los inventaron.

Hasta los años sesenta sobrevivió aquello que surgió en el fervor del levantamiento de mayo de 1944 y que aparecía en la Constitución bajo la apariencia de los legisladores funcionales; se trataba de un grupo de senadores que representaban supuestamente a la sociedad no política, a empresarios, trabajadores, maestros universitarios, periodistas, pronto fue captado por los partidos de derecha, centro e izquierda; de esa “sociedad civil” surgió, precisamente, el personaje más politizado de las últimas décadas: León Febres-Cordero.

Más tarde, a la sombra de los afanes “societales” (espantoso término acuñado por los sociólogos para identificar espacios o procesos de la sociedad civil), los llamados colegios electorales escogieron las ternas para jueces. Para entonces, el socialcristianismo agradeció los servicios prestados por esos colegios y se guardó el derecho de nombrar a la mitad de la Corte Suprema de Justicia. Mientras la otra mitad era escogida de las ternas con criterio, naturalmente, político.

De la negociación de los partidos y de la dirigencia gremial de los judiciales no va a salir una Corte Suprema despolitizada. Tampoco de la consulta popular de Gutiérrez con todas las enmiendas propias de un Gobierno que, de tanta enmienda, parece una colcha de retazos.

¿Un equilibrio de partidos? El último acabó con una Corte Suprema congelada por el empate político.

La Corte no va a perder su origen político. No nos contemos cuentos.