Como era de esperarse, la iniciativa presidencial de una consulta popular para buscar una salida a la crisis que gira alrededor de la Corte Suprema fue rechazada rotundamente por la oposición. O las cosas se hacen como estos señores quieren o no se hacen. O la Corte Suprema vuelve al control de los dos partidos que la venían manipulando por años, o el país se incendia. Las críticas al proyecto son típicas del Ecuador: unos diputados dijeron que era gastar mucho dinero para solo una pregunta, mientras otros se quejaron que la consulta tiene demasiadas preguntas. Por allá un diputado dijo que de aprobarse las reformas constitucionales estas serían inconstitucionales; como si el constituyente original –el pueblo– fuese un legislador secundario. Otros gritaron: “iTrampa, trampa...!”.

Algunos siguen proponiendo que basta con bautizar a un proyecto como “ley interpretativa” para que este no siga el trámite ordinario de cualquier ley: informe de comisión, primer debate, segundo informe, segundo debate, aprobación y sanción del Ejecutivo. El Tribunal Constitucional ya ha suspendido “leyes interpretativas” que no siguieron este procedimiento sino que olímpicamente fueron enviadas al Registro Oficial. Pero al parecer esto les importa un pito.

Y qué decir de la solución de instalar un laboratorio de control de drogas en el Congreso. El honorable que la ha propuesto teme que exista una suerte de “dopaje parlamentario” que impide que se acepten sus ideas. Es curioso, en 1997 los diputados se transformaron en un congreso de psiquiatras para declarar demente al mandatario de turno y derrocarlo, y ahora nos vienen a decir que tendríamos un congreso de drogados. ¿En qué quedamos?

Por años hemos experimentado uno de los más interesantes –aunque dolorosos– capítulos de nuestra historia, y probablemente único en Latinoamérica.
Imposibilitados de regresar al poder presidencial por la vía democrática, los dos partidos tradicionales encontraron que podían compensar este fracaso político a través del control del aparato judicial. Esto les permitió poner prácticamente a todo el Estado a sus pies sin tener que sentarse en Carondelet, y enfrentar el pasivo que siempre conlleva la tarea de gobernar; pues, de paso, se disfrazaron de opositores.

En adelante ya no serían necesarios actos tan poco elegantes como aquel de ponerle drogas a un adversario. Ahora sería suficiente acusarlo del “delito ballena” (peculado); aplastar el botón de la fiscalía; halar la palanca de la Corte; enviar por fax los borradores de las providencias; y la orden de prisión se imprimía al instante. El terror –ciertamente explicable– que esta forma de gobernar despertó en muchos, hasta en aquellos elegidos en las urnas, fue muy eficiente para sus mentalizadores. Pero el daño que le hicieron a nuestra sociedad prostituyendo el concepto de justicia es incalculable.

Por ello, lo que está en juego en esta crisis, y detrás de tantas lágrimas de cocodrilo que ahora derraman por la Constitución, no es únicamente el temor a que regresen ciertos perseguidos políticos sino la supervivencia de una forma de gobierno que ha funcionado tan bien para estos señores.